Daniel Bencomo sobre Una máquina que drena lo celeste, de Luis Eduardo García


trazos lo-fi para captar un ave fungi




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Algo perturba en el umbral del poema minúsculo: “A manera de microorganismos sin belleza alguna.” Se trata de una reverberancia, una vibración que emite esta escritura. Tal texto lleva por título “Alternativa a la vida dramáticamente activa”.

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Una máquina que drena lo celeste reúne poemas de Luis Eduardo García, desde La música alejándose (2008) hasta Instrucciones para destruir mantarrayas (2013), más un texto inédito del que proviene el título de este volumen, que cifra con acierto el gesto principal de esta propuesta.

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Aquí los objetos poéticos son entes que transforman una intuición en energía de choque. Sus condiciones atmosféricas, las coordenadas bajo las que reaccionan inflamables y actualizan un imaginario, responden a un “sentimiento poderoso e insidioso según el cual la belleza está en todas partes, debe estar en todas partes, mientras que el arte ya no está en ninguna”, líneas que Yves Michaud asienta en el inicio de El arte en estado gaseoso, mientras sugiere que las sociedades, al asimilar el arte, conforman hasta el exceso “un mundo en el que la experiencia estética tiende a colorear la totalidad de las experiencias y las formas de vida deben presentarse con la huella de la belleza, un mundo en el que el arte se vuelve perfume o adorno”.

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Entendida como fuerza de enajenación y sometimiento simbólico —y como intransigente política sobre cuerpos y lenguajes—, la belleza es metabolizada por esta máquina, y a través de la crítica y la ironía, reconfigurada en nuevos elementos con certeza y contundencia. La belleza, en tanto noción metafísica que cunde y encorseta la realidad, se desdobla en un abanico de términos con los que se asocia desde una perspectiva ontológica y de corrección política: Dios, el alma, la epifanía, la posibilidad de evocación presencial del poema e incluso el poema como ente inmaculado-etéreo, receptáculo de alguna Verdad trascendente, son sometidos a tortura en estos versos.

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El combustible de lo escrito, me parece, es la conciencia del poema sobre los procesos que lo generan, junto a la reflexión crítica y desenfadada de la escritura y los distintos lugares comunes que emplazan su práctica. El poema se escribe al reflejarse en un ideal convencional de poema, al reaccionar contra su principio de composición y proponer otro, que opta por replicar torsiones, deformidades, muñones y accidentes. Con ello se drena toda aspiración trascendental de esa “metafísica de lo repulsivo”, que irrumpe como término en el mordaz “Análisis del texto”, trompe l’ oeil entre ensayo y poema, en el cual se realiza una incisión con el filo de la ironía sobre otro poema producido en el mismo ciclo y además, sobre la retórica propia de las reseñas literarias.

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Como descubre el lector con el paso de las páginas, los poemas que este volumen reúne proponen una amalgama en la cual se privilegia la brevedad y la composición conceptual. Si los textos de La música alejándose y Pájaros lanzallamas (2011) privilegian la sorpresa violenta y el impacto ácido de la ironía, en los provenientes de Dos estudios a partir de la descomposición de Marcus Rothkowitz (2012) y de Instrucciones… aparecen ensamblajes poéticos erosionados por el escepticismo o remachados con sarcasmo a través de estrategias de intervención.

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Cualquier revelación o materia sublime —ideal— se utiliza como composta lírica, pero desde un proceso de reacomodo; como un juego en el cual los pedazos del aura rota benjaminiana se reensamblaran bajo cierta pulsión teratológica. No obstante, algunas de las líneas más precisas y sólidas que se encuentran en estos poemas se cifran sin duda en un aliento lírico, pero pleno de imágenes frescas y comburentes.

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La estrategia se despliega con inteligencia, a veces lúcida, a veces furiosa, pero siempre bajo control sostenido. Lejos de la seriedad con que intento describir esto, los poemas involucran siempre una dosis de humor iconoclasta que tiende a lo oscuro, a hurgar la morbidez al interior de lo pop. Algunos lugares comunes de la práctica poética son emulados aquí, intervenidos por partículas que los infectan y reciclan. El imaginario mezcla en la consola, entre otros elementos, el cine estadounidense serie B, el húngaro taxidermista Lajos Balatony, Patrick Bateman, la escena porno o el stoner rock; en alternancia con otro espectro donde aparecen Wallace Stevens, Mark Rothko, Balthus. En algunos momentos se parodian las expresiones del humor prefabricado estadounidense desde sutiles modificaciones.

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La incomodidad de esta escritura ante ciertos modos poéticos de su entorno la hacen vincularse con otras vertientes y tradiciones literarias. Intensa es su afinidad con la poesía de lengua inglesa, ya sea Wallace Stevens, Samuel Beckett, John Ashbery o Anne Carson, pero sobre todo Charles Simic.

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Tal desconfianza ante el poema como objeto de revelación o plataforma de una experiencia estética radical, expande el imaginario además hacia otro tipo de disciplinas artísticas, con las cuales se dialoga o ficciona, como la pintura abstracta —sobre todo en la figura de Rothko—, el arte conceptual y la música. La sensación de que el poema y, en general la poesía lírica, están atrasados en relación a la actualidad de las disciplinas mencionadas, se hace presente aquí y de manera peculiar en el “díptico” de poemas, “Imitador de Marcel Duchamp versus imitador de Dios/El Vacío (Lucha En Jaula)” y su “Versión simplificada”. No obstante, el aparente entusiasmo es desmentido al escribirse, cuando se descubre que cualquier disciplina atraviesa las mismas crisis de legitimación y valoración, más propias del mundo actual que de una práctica aislada.

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Antes que una negación radical de la escritura lírica, el trabajo de Luis Eduardo García encuentra un símil más adecuado en la metástasis, la tumoración. A veces con cuasi imperceptibles movimientos, a veces vía la demolición de un poema, su poesía metaboliza como un hongo, un crecimiento no esperado sobre un tejido estable. Cuando se piensa en su caldo de cultivo, debe hablarse de un extendida opinión sobre el canon poético mexicano, la cual sostiene que éste ha privilegiado, desde José Gorostiza y Octavio Paz, una práctica poética cuyos rasgos principales son la seriedad, el talante metafísico solemne y la atenuación de recursos de las vanguardias históricas; por fortuna esta opinión no es válida en lo intensivo —como comprueban las obras de Gerardo Deniz, Ricardo Castillo o Ángel Ortuño—, pero sí en lo extensivo, cual si se tratara de un cultivo de maíz con muchas mazorcas, pero no suficientes espantapájaros.

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Ese cultivo de maíz, blanco y azul en México, de un amarillo intenso en Estados Unidos, me seduce a plantear una analogía fungi sobre la poesía de nuestro autor. En distintas zonas del país es frecuente la aparición, en ocasiones permitida, de un hongo peculiar sobre las mazorcas. Se trata del ustilago maydis, cuyo nombre común es huitlachoche. Este hongo especializado en el maíz cae sobre las mazorcas y genera en sus granos enormes tumoraciones de un color entre grisáceo y violeta oscuro. Para el que gusta de comerlo es un manjar mucho más exquisito que el maíz, usado por lo regular como base alimenticia.

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Lo que más me llama la atención de lo anterior es que el huitlacoche, según cuenta una versión, se nombra así desde tiempos remotos por su parecido a la distancia con un ave, el cuitlacoche o toxostoma. Y esa relación de trampantojo y camuflaje que el hongo hace al efectuarse sobre el maíz y después emular, a la perspectiva de quien observa, el fuselaje cromo-violáceo de un ave, me lleva de nuevo a esta máquina que drena lo celeste: en concreto, al logrado “Trece formas de hacer estallar a un mirlo-bomba”. Aquí se opera una tumoración fungi sobre el “Trece formas de contemplar a un mirlo” de Wallace Stevens, pero sobre todo ante el mirlo no como ingrediente de lo real, sino como grano simbólico apto para la metamorfosis, listo para la deformación o el estallido, para la ilusión radical.

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Es así como ante mis sentidos acontecen estos poemas. Distingo en ellos además una cualidad, la de representarse por versos sin rodeos, precisos y, en un sentido matérico, ligeros. En su brevedad concentran energía e ironía. Distantes de la pesada nobleza de la Verdad trascendente o de las paradojas sobre las que ésta se sostiene, distantes también de los registros post-neobarrosos, que optan por cifrar opacidades y reconfigurar lenguajes. Su código se obtura con referencias literarias, pictóricas, musicales y filosóficas, que ofrecen un escaneo actual y crítico de nuestras sociedades. Todo esto conforma una experiencia lúdica e incisiva, de choque, con quien los encuentra. Algo parecido a la energía plena, a la vez que modulada y progresiva, de las melodías de Tool.

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Abierta a un filo en el cual el poema es la metástasis del poema, proyectada en una región liminar del espectro lírico, la propuesta de García seguirá propagándose en ondas tectónicas mientras escape de la estasis y entienda que la tumoración debe seguir, aunque el grano o el tejido lírico se agoten: la tumoración deberá efectuarse sobre la misma tumoración.

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Tras escuchar sonoridades y mecanismos de este complejo poético de Luis Eduardo García, estoy seguro que el lector encontrará en él una propuesta llena de audacia, de sentido crítico y de riesgo, que sin duda se cuenta entre las más logradas de la actualidad latinoamericana.




Daniel Bencomo 2014







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