Sobre Alcohol para después de quemar, de Eduardo Rezzano
zindo & gafuri, 2014
Cada vez que miro el sol me acuerdo de cuando me tiré
Pervinox en los ojos. Fue por error: era un envase trasparente que confundí con
lágrimas. Busqué el colireo y me llevé la cólera. Se me afinaron los ojos como
si estuvieran cicatrizando. No fue solo una gota sino varias: pensaba que el
ardor era la reacción natural de las gotas en los ojos y seguí disparando.
Obviamente, terminé en el médico. Me lavó con agua y aire y se preocupó menos
de lo que se rió. Es como tirarte alcohol después de quemarte pero peor, pensé,
porque afecta a todo lo que ves. Me tomé un Benadril y me eché a dormir.
Pasaron diez años y me encontré con este libro.
No conozco personalmente a Eduardo Rezzano. De él sé apenas
que su nombre acompaña –porque es el autor– el título su libro: “Alcohol para
después de quemar”, además de otros libros de previa publicación. En este caso,
no se trata solo de un poemario sino de una suerte de manifiesto inflamable de
proyecciones. Antes de dar paso a las palabras, lo precede una foto de extraña
cotidianeidad: un estante en un baño con una botella de alcohol, una cuchara,
varios cepillos de dientes, una planta y un frasquito de salsa de tabasco.
Después, el primer apartado del volumen: El
tiempo y los animales.
Como aquella vez, acá también la vista está afectada por el
poder transformador de lo etílico. Tanto la primera parte como la segunda (Miniaturas), están compuestas por textos
apocalípticos, ni tristes ni felices, ni afectados ni impostados, tan solo
testimonios de la destrucción a la que solo una mirada antiséptica se expone.
Sueños, imágenes, reconstrucciones de destrucciones e ideas de un futuro que no sabemos a quién
pertenece. “Hablé con un soldado muerto/
que soldado a la tierra/ daba su frutos”, dice. Y antes: “Con el ojo izquierdo veo sombras/ Con el
derecho claridades”.
Entregado a la bebida y al tiempo, Rezzano construye la
ebriedad de su mundo no con curdas simpáticas ni rodadas cuesta abajo. Toma
cuenta de sus pormenores –no es poca cosa, ver nacer el apocalipsis–, y lo
cuenta como si nada fabuloso sucediera. “Abrazado
a una botella me arrojé al mar. La botella llevaba un mensaje; yo floté vacío,
a la deriva”. Y después, en Miniaturas, a anima a imaginar el génesis. Es
siempre astuto contar el final reinventando el principio. Propone que al
séptimo día, mientras Dios descansaba, se dio cuenta de que al mundo le faltaba
un pasado y sembró pistas apócrifas para que creyéramos que venimos del Big
Bang y no nos detengamos más en ninfas ni tritones. Y después, con el mito del
origen a su gusto, hace y deshace su imperio: “Si en verdad somos lo que comemos, el canibalismo nos hará humanos”.
Entonces sí, bang otra vez. El alcohol se consume en la explosión y terminamos
todos muertos. Así nos lo cuenta su evangelio.
Póstumos, la
última parte del libro, es como tirarse Pervinox en los ojos, lavarse con agua
y viento, tomar un Benadril y echarse a dormir: cuando uno despierta se lleva
la maravilla de volver a ver todo otra vez, de disfrutar el vicio de la
contemplación, de admirar la derrota que dejamos atrás. La mirada está limpia,
la claridad no lastima, el mundo –y Rezzano– empieza a
mostrarnos su poesía.
Joaquín Sánchez Mariño
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