Cacería
Posfacio a Para volver a mi boca, Celina gerardi
zindo & gafuri, 2016
Aparente minimalismo
en donde, en realidad, reina la pura biología. Textos breves y aéreos pero de
enorme contundencia dramática. En este primer libro de Celina Gerardi la cacería
es umbilical y despótica; y ella, la supuesta víctima (y, en rigor, lo es)
aunque, en el fondo, se imponga todo el tiempo el majestuoso grito de la presa
superando a su captor (por llamarlo de algún modo) y, aún más, se advierta un
consciente y ceñido cuidado en el manejo de los hilos (no tan víctima entonces,
sino fina hacedora de sus palabras). Ella, la dolida, sabe lo que dice y, en
especial, cómo lo dice. Ya desde los títulos de sus capítulos se anuncia un
trayecto abyecto. Y valga la aliteración como hipérbole de lo que la autora
genera en el lector: una profunda resonancia, una abigarrada sensación de estar
participando de la cacería también.
En “gajos
de pestañas” se impone una poesía dolida, casi asfixiante. Gótica,
oscura aunque plena de lirismo en sus imágenes. Espacios y vacíos se
superponen, huecos que la abuela intentará tapar mientras algo (¿pequeño?,
¿abismal?, ¿inquietante?) subyace o se filtra. Juegos infantiles que ya no lo
son y una boca que se abre: hueco o agujero también dispuesto a devorar. La
otredad se asemeja a un vampiro y ella sólo pide (lo pedirá más adelante, pero
no dejará de hacerlo) “que la gota de
sangre caiga al piso y la salve”. En orden a esa infancia perdida los
cuentos maravillosos imponen sus elementos recurrentes: hadas, hechizos,
príncipes que no lo son (ni siquiera sapos, eso ya aportaría cierto alivio),
cristales (como en Alicia)[1];
elementos que tomarán verdadera significación en el cuarto capítulo.
El libro avanza en
alternancias (como la vida misma): en una u otra orilla, pleamar y bajamar,
amarrar y desamarrar, tercera y primera persona como yo lírico narrando secuencias
que internan al lector cada vez más en el bosque: ella “va”, dice; yo, “incesante
cáliz” replica, mientras el otro siempre está construido como un depredador
que no da tregua. La dicente (en primera y/o en tercera) abre la puerta a la literatura
de género, aunque el libro no se reduzca a ese tema sino más bien a un planteo
genérico de las relaciones humanas, entre otros. Caperucita y el lobo,
¿fagocitar y/o ser fagocitados?... ¿renacer finalmente desde ese
vientre/hueco/matriz? El “chillido de la
luna negra” no nos permite aún
saberlo. Es por eso que remito al lector al significado de la Lilith, en
astrología especialmente. Como puede verse, mareas, lunas y madres abren un
campo semántico y simbólico exquisito. Dice Jean Chevalier[2] al
respecto: “Sin ceder a la homofonía
[especialmente clara en el catalán (mar-mare) y en el francés (mer-mère)],
se puede decir, sin embargo, que el simbolismo de la madre se relaciona
con el de la mar, como también con el de la tierra, en el sentido que una y
otra son otros tantos receptáculos y matrices de la vida”... “Nacer es salir
del vientre de la madre; morir es retornar a la tierra. La madre es la
seguridad del abrigo, del calor, de la ternura y el alimento; es también, por
contra, el riesgo de opresión debido a la estrechez del medio y al ahogo por
una prolongación excesiva de la función de nodriza y de guía: la genitrix devorando al futuro genitor, la generosidad tornándose
acaparadora y castradora”. Igualmente la luna (desde la literatura oral,
especialmente), contiene en sí los aspectos maternos, tanto proveedores como
devoradores.
Asimismo avanza también
a través de la preposición privativa hasta sumergirnos nuevamente en esa “nada” que la misma autora nombra y
rescata: “sin aire”, “sin formas”, “sin carne” para llegar al segundo capítulo con esa boca “en el
centro”.
La mutación la lleva
a convertirse en sirena y, entonces, el cuento de Andersen[3] se
convierte en un lúcido inter-texto (habrá más tarde un niño que también querrá
ser pez). La sirenita ama tan desmedidamente a esa figura de hombre ideal
(¿idealizado?) que no escatima esfuerzos para modificar su entidad, su
morfología, su propio ser. Amor incondicional desde una mirada espiritualizada,
pero cuánta subordinación en ella. Analizar los pormenores y significaciones de
esta figura acuática supondría un ensayo en sí mismo. Baste entonces este nuevo
aspecto de ¿sumisión? para reinstalar al cazador jugando a los dados sobre el
cadáver de su presa. Es peligroso que el miedo ande suelto, dice. Es inconclusa
la calma, agrega... si coser la sangre fuera posible, si no estuviera
aguardándola siempre la red.
El tercer capítulo
agrega un matiz: “coser lo justo”, anuncia. ¿Habrá una tregua? podría
preguntarse. ¿Habrá un hilo como el de Ariadna, guía luminosa, o será un hilo que
apenas podrá suturar lo que está abierto? La primera prosa niega cualquier
sosiego y es uno de los mejores textos; una especie de casa tomada al modo de
Cortázar, pero llena de cuervos, otro animal altamente simbólico en su doble
acepción (tanto positiva como negativa). Trickster, hacedor o semidiós muchas
veces asimilado al arcano 22 del tarot y, especialmente, a Loge o Loki: Hermes
y/o Mercurio en la mitología griega y romana. Es decir, aquel que es
intermediario y mensajero entre los mundos. Otra vez vida y muerte en los
extremos de la misma vara. Otra vez la urgente polaridad. Otra vez lo oscuro,
concretamente el negro que inunda la mitad de su cuerpo: hormigas y un insomnio
prudente y necesario.
La cuarta estación se
titula “En la casita” y es aquí donde este libro brillante y tremendo
adquiere su verdadera dimensión, abre sus vertientes y expone, sin eufemismos,
la causa posible de tanta tribulación (nunca lo sabremos a ciencia cierta, y
mejor así). Son otra vez los cuentos maravillosos (con su carga de símbolos
mágicos, pero también de terror) los que resignifican el momento: hadas que ahora
no llegan (aunque tal vez sí), relojes que marcan las doce, manzanas
envenenadas, casas de chocolate, migas, calabazas. Y ella, que como la Bella
Durmiente y/o Blancanieves sentirá la inefable (¿urgente?) necesidad de “morir por un rato”. Más tarde
reverdecerá. Más tarde será “más tibio el
atardecer a lo lejos”. No es
conveniente contar el derrotero: es absolutamente necesario hacerlo a su lado
hasta llegar a la anácrasis: “Escribir me ayuda a reunir mis partes”. Habrá,
pues, ciertos lazos entrañables que por momentos logran rescatar a la agonista:
hija, abuelo, presencias de luz en medio del “todo bosque” (y su simbología
otra vez).
Hasta que en “alimento
balanceado” reaparece la gigantografía, naturalista y agónica. Y si el
reino de lo oscuro había capturado hasta ahora hormigas y vampiros, la Coneja
(también cortazariana, pero cercana a Alicia[4])
compone tal vez uno de los personajes más distorsionantes de esta obra, ya se
la vea como oponente o, alternativamente, como un alter ego de la autora.
Luego “Esconde
los restos”, luego “Sobra caparazón”... ¿estamos otra
vez en la casita? Nos encontramos, como hasta ahora, fluctuando entre lo
ctónico y lo uránico (serpientes y pájaros mediante). Entre la mariposa que
vuelve a ser oruga en un camino inverso e inquietante (¿una Caterpillar eterna?).
Cuando la noche dijo crac, “el beso
estaba en su boca”. Aurora guía, es hora de mirar de frente al príncipe... ¿o
será un dragón el que llegue? Como vemos, poemas y prosas poéticas y algunos
relatos más extensos componen un recipiente con doble fondo: por un lado, este
devenir emocional/espiritual que tironea constantemente entre la tiniebla y la
luz; por otro, una especie de largo relato secuenciado y fragmentario, ya que
los personajes aparecen en él más de una vez. Y el tiempo “que existe de materia” (una imagen magnífica) que no se detiene ni
da tregua. ¿Le permitirá (le será permitido) acaso volver a su boca?
No será develado el
final. Hay que leer, sumergirse, metamorfosearse, aceptar la cacería y
rendirse; al menos, a su belleza. Ya lo dice ella lúcidamente en el epílogo “...es el hombre/ la muerte/ quien desliza
su propia/carne/ cosa de todos los
días”. Tan sencillo y doméstico. Y tan aterrador, sin embargo.
Ana
Guillot 2016
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