Latidos oculares
Sobre La Reconquista vómer band,
de Carlos Martín Eguía
zindo & gafuri, 2015
Desde Phylum vulgata (1999),
pasando por El sacatrapos (2001), Oso no hay nieve acá (2004) y La vaca roja (2012), hace tiempo que la
poesía de Carlos Martín Eguía afila su estilo en un lenguaje enrarecido que vuelve
imposible cualquier filiación estética o inscripción en alguna línea de época.
Me pasa algo parecido con los libros geniales de Gabriel Reches. Esta cualidad
indefinida hace que podamos activar en nuestra lectura el capricho de lo que nos
parece estar escuchando en la escritura: William Carlos Williams, Peligrosos
Gorriones, Nicanor Parra, Los Brujos, Borges, cualquier cosa, todo resuena en La Reconquista vómer band
(Zindo&Gafuri, 2015). Derrapo: esas referencias son arbitrarias, están en
mi cabeza pero se activan todas juntas cuando escucho La reconquista como una máquina de mezcla e improvisación musical
con un sonido pensativo que encuentra en las resonancias del lenguaje algo del
orden de la Idea, de la inteligencia sonora. Por otro lado, me adelanto y me
justifico: el derrape está en el corazón mismo de lo que la poesía de Eguía
produce como efecto de lectura.
Si tuviera que decirles cómo es la sensación de entrar a este último libro
de Eguía les hablaría de un movimiento ocular: el ojo del lector se va a mover
a la largo de toda la página, buscando con urgencia el encabalgamiento, dudando
cuando lo encuentre –entonces volverá a leer el verso de arriba, alineado a la
derecha, rehilarlo con el de abajo, alineado a la izquierda, para constatar que
sí, que efectivamente el ojo se perdió, que había encabalgado mal– buscando
reposo, por poco, en las estrofas centradas.
La poesía se teje acá, en el movimiento R.E.M. del globo: leer a Eguía
nunca es como soñar, sino como estar demasiado despierto. Los versos de Eguía parecen
propiciar la “nerviosidad del ojo” a la que se refiere Hervé Fischer en su
libro Planeta hiper. Del pensamiento
lineal al pensamiento en arabesco. Hay algo, también, del “punteado
epiléptico” que menciona Paul Virilio en Estética
de la desaparición. Como sea, no es visual el efecto de lectura: es ocular
y, por lo tanto, físico. Movemos los
ojos rápido, focalizamos acá y allá, acentuamos, recalibramos, bajamos como por
un escalonado irregular hecho de versos en posición diaspórica, como una
materia estallada desde adentro. En pocas palabras: la poesía de Eguía hace
derrapar el ojo del lector y, luego, hace derrapar al lector. O mejor: somos conscientes de ese
movimiento rítmico del ojo, que tenemos ojos y que leemos con los ojos. Sigamos:
leer La Reconquista, como mirar
algunos cortos de David Lynch, da fiebre.
En poemas como “Retrato de un artista flanenando” o “Enoch Soames para
principiantes”, en libros anteriores, Eguía explora como constante las relaciones
entre la escritura y el medio concreto, entre la poesía y su micromundillo
particular, como si el poema mismo fuera el lugar de debate donde interrogar
las modas y las tendencias de época. La
Reconquista vómer band se puede leer en esta misma dirección que toma su
poética: “contra la falta de propósito/de sentido/contra todo lo que va en
contra/de lo que late/para calmar con música/la tenebrosa jauría del
desasosiego/sigamos esa chispa de esperanza/e ingresemos/al poema”. El poema,
entonces, es un espacio que se baraja a sí mismo, con sus posibilidades, sus
dificultades, sus angustias y sus hallazgos: “composición inquietante/como para
pensarla dos veces/a la hora de arrancar a escribir poemas/¿no?”. Exacto:
pensar dos veces, eso es escribir poesía. “Alcanzar la musicalidad/ que provoca
ideas”.
Una cosa más: La Reconquista vómer
band es de esos libros peculiares de poesía que tienen un pulso novelesco.
Por eso, uno podría leerlo en clave de trilogía dialógica junto con otros dos:
el mítico 40 watt, de Oscar Taborda,
y Punctum, de Martín Gambarotta. A
pesar de todo lo que podría decir del “gordo Ochoa”, de lo que esnifa, de la
cuadra en la que vive, de la banda que habría podido tener, de algún amor que
no se sabe bien qué onda, etcétera, lo que atraviesa todo el libro de Eguía es
siempre una misma preocupación por el orden simbólico de la letra: eso, y no
otra cosa, es lo que sostiene –siempre con dificultad, con insistencia, de
manera laboriosa– la vida: lo que late en el poema y nos sacude los ojos.
Matias Moscardi
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