Sobre Devociones, de Alan Ojeda
zindo & gafuri, 2017
Henry
David Thoreau, al inicio de su breve pero contundente “Walking”, nos estampa en
la cara esta declaración, como un desafío frente al fetichismo de la Cultura
que prima hoy en día:
“Quisiera
decir unas palabras a favor de la Naturaleza, de la libertad absoluta y lo
salvaje, en contraposición a una libertad y una cultura meramente civiles
–considerar al hombre como un habitante, como una parte o parcela de la
Naturaleza, más que como un miembro de la sociedad–. Quisiera hacer una
declaración extrema, si se me permite el énfasis, porque ya hay suficientes
defensores de la civilización; el ministro y el comité de escuela, y cada uno
de ustedes se encargará de eso.”
Claro
que esa Naturaleza naturante está lejos de la imagen que la Cultura culturante tiene
de ella, está “más allá de la imagen” (como reza el título de una de las
secciones del libro de Alan): esta Natura no tiene nombre y produce, como
cierto bosque en Alicia, la pérdida del nombre. Ni siquiera está incrustada en
una oposición Naturaleza-Cultura, siempre y cuándo aprendamos de memoria (es
decir, par coeur; literalmente: de
corazón), la primera lección bergsoniana, que consiste en preguntar: ¿cuál
naturaleza, cuál cultura, de qué tipo, cómo, cuándo, dónde? Lejos de una simple
robinsonada, esta Naturaleza (que bien podría ser, a su vez, una Cultura nueva,
si asimilada por el poro) es, más bien, lo que el teúrgo y teósofo dieciochesco
Martínes de Pasqually llamaba: “La Cosa”, y que Alan, en su “Devocionario”, llama:
“esa cosa”. Lo que tampoco implica, más bien todo lo contrario, una distancia
inefable respecto de nuestra percatación. Porque esa Cosa nos inunda, a través
de las heridas que las cosas –sus expresiones– provocan en nosotros (“Lo Real
me inunda”, dicen estas “Devociones”, poniéndoles coto a ciertos prejuicios del
“conventilleo de lo real”, porque lo Real, si inundación, es una correntada que
se carga todo, palabras y escamas, botes y voces y vates), desmintiendo una y
otra vez el estado de separación en relación a ese absoluto que, para seguir
esquivando el auto-corrector platónico, llamaremos positivamente “enigmático”; separación
que tanto el racionalismo crítico como el culturalismo contemporáneo como la
teología negativa promovieron por igual, a pesar de su ilusorio antagonismo. De
ahí que surja, al fin, otra posibilidad para una práctica devocional. Porque estas
devociones agencian una especie peculiar de adoración, alejada, a la vez, tanto
del cinismo aplanador de un cierto materialismo reductivo como de la
trascendencia excluyente de cierto idealismo inflado: el fuera del mundo, acá,
irrumpe en el mundo para transfigurarlo energética y dinámicamente, para
revelar ese afuera acá mismo, ahora mismo, en este detalle y en ese matiz. Es
el mundo irrumpiendo en y desde sí mismo, es la muda muta en las matas del
mundo. Los magos ogdoádicos tenían un mantra: Mundos dentro de mundos, entre
los mundos y a través de los mundos. En toda su variedad, si captada en cada
punta de brote. Es este arremolinamiento, precisamente, el signo de la
revelación. Porque la devoción, como el arte, no espera al hombre para existir.
Lo sabe bien el heliotropo, cuyo movimiento de rotación es un silbido, un
canto, una oración a su fuente lumínica: su adoración al Sol, tal y como puede hacerlo
una planta. Tropismo hacia su germinación nativa. Henri Michaux dio la fórmula de
este tipo de devoción hace décadas, cuando hablaba de una “fe por vía
vibratoria”, de aquella “onda que ayuda a adorar” (aunque se estuviese refiriendo,
claro está, a la mescalina: “la irrupción de la planta en nosotros”, decían
Deleuze y Guattari).
Por
supuesto que hay líneas –líneas quebradas, sin duda, no-lineales e
involutivamente futuribles– que, en el trans
de la cultura y la historia, tienden puentes o vasos comunicantes entre los distintos
adoradores de este tipo (ahí aparece la otra Cultura naturante que desmiente el
binomio heredado de la Cultura culturante y la Naturaleza culturada). Como dice
NaKhlah Khan en el posfacio: en el título del libro de Alan, “Devociones”, resuenan
aquellas “Devotions” del poeta John Donne y el perfume del mago isabelino John
Dee, en su reincidencia metafísica mientras comparten la tienda de campaña a
través de los Eones. No es usual encontrarse, en poesía, con alguien que admira
metafísicamente, que combate metafísicamente, que intenta “salvar lo que merece
ser salvado”, en especial en el caldero de aquello que nos atraviesa. No es
usual que el combate se sostenga en este tipo de adoración, en lugar de pender
de cierto hilo cínico que todo lo desprecia aun cuando pretenda celebrarlo.
Dice,
también, NaKhlah Khan en el postfacio:
“Lo
propiamente excéntrico de estas Devociones es que cuatro siglos después y
bajo una situación generalizada de anecdotismo para la platea, la escama de
meditación conceptual que aquí prima, aporta un renovado sesgo metafísico
no-idílico ni dramático. Gracias a ciertos filósofos del siglo XX recuperados
por Gilles Deleuze (Whitehead y Bergson, especialmente), captamos que no era
que la metafísica había muerto (sick!), sino que había para ella un plano que
no remitía a la historia de la trascendencia platónico-romántica, sino a la
cosmología físico-metafísica de una siempre soterrada ontología vibratoria, que
se dispara desde poetas-filósofos como Heráclito. Nunca estuvo lejos de esta
sapiencia la poesía conceptista, manierista o “metafísica” hasta hoy, y hasta
este libro, que sin portar la pesada carga de aquellos movimientos, los sesga
velozmente para usarlos sin adhesión ni recuperación. Aprovecha, además,
que la metafísica en su fase conceptista es un arte de agudeza (lejos de
lo plomizo y apesadumbrado del profundo) de la correlación aguda entre
palabra e idea, bajo un manto –nada tranquilizador– de concisión, y de veloces
fintas. Porque esta austeridad, por su estrecho contrapunto consigo misma,
logra abrir los conceptos a sus percataciones existenciales”.
En
la concisión del libro de Alan (aunque es una concisión estilística del tipo
“extracción alquímica, quintaesencial”, de breves sentencias, como las del Viel
Temperley de “Humana vitae mia”) se percibe, no obstante, un in crescendo, a la manera de un
protocolo experiencial que va redoblando la apuesta, de una penetración
metafísica concreta que depone las categorías fijas de registro y por eso,
¡zas!, se vuelve mística, en tanto variante de una cierta metafísica práctica,
como dirían algunos sufíes o el mismísimo Schopenhauer (¿Un poeta místico en
Argentina? ¿Por qué no? Los hubo y los hay, a pesar del desencantamiento nuestro
de cada día). Poco se entiende la mística cuando se la lee desde el dualismo
escapista, pues lo que despunta es su sentido de mystés, el candidato al misterio o silencio o latido cardial en las
fibras de las cosas que hay que captar de un golpe, no necesariamente cordial
en la medida en que lo que se entabla es un combate (una guerra, insiste
daumalianamente el libro –cfr. el poeta René Daumal y su “La guerra santa”).
Pero este combate no es cualquier combate: se entabla contra un cierto mundo, el
mundo humano, demasiado humano, de la circunstancia y el miedo, del consenso respecto del miedo y la
circunstancia.
En
este sentido, si hay algo que aporta este libro al panorama poético reciente,
consiste en desestimar y deshacer el consenso de los lamentos contextuales,
consuetudinarios, anecdóticos, para instalar un grito central, por fuerza inactual,
que inmediatamente se transmuta en guerra santa: “Si no hay palabras gritaré /
como un animal tratando / de herir el cielo”. Por parafrasear a Artaud, otro
devoto del espíritu en la médula: “creemos que los poetas deben pertenecer a su
época, pero no creemos que puedan hacerlo más que declarándole la guerra”. Los
pasos de baile de este itinerario –las poses o posiciones de combate, diría
Libertella- están marcados por los títulos de las secciones del libro: de la
percatación de la ligereza y la fragilidad a la puesta en temblor del
imaginario, de los márgenes del combate cuyo locus es el cuerpo pinchado de claridades, a la franca guerra santa
que es, en definitiva, una tormenta de salvación o redención: de ahí la
asunción de una comunidad pneumática por venir y a la que se encarna mientras
se la llama, inflamándose de aquella ligereza invocada. Y digo “pneumática”,
porque para el que se adentra en el desierto, es la brisa como aire o
respiración aquello que le acompaña, “como Dios”. Ese “pneuma” es lo que en
nosotros (entre nosotros, entre las cosas y nos-otros) inspira y conspira,
co(i)nspira, para crear “un cuerpo / nuevo / donde el egoísmo no comulga”. Esa
era, una vez más y concretamente, la revelación, o al menos el umbral que abre
el camino hacia ella: “Así se camina / hacia la revelación”, dice Alan. Un común
de la materia-espíritu, para una comunidad de pulmonáutas: esa comunidad que
viene (como dice el título de otra de las secciones), que va y viene, como el
aire incubado en la respiración de las cosas.
Para
terminar, no habría que entender moralmente la salvación o redención que esta
guerra santa pone en juego (descartemos desde ya los fundamentalismos bélico-religiosos,
vengan del monótono-teísmo que fuere, incluido el de la “razzia” de la Razón
desencantadora, también producto de la secularización e interiorización de una
“fe” colonizadora). Porque la guerra santa, en el libro de Alan, es además un
fenómeno de tipo meteorológico: una tormenta espírita concentrada en un puño.
La salvación, también: una claridad, un destello en la carne. Redención se dice
en griego: “apolytrosis”. Los antiguos gnósticos de los primeros siglos de la
era cristiana, en palpable desmentida de la naciente Iglesia de Roma, entendían
este término como: “liberación”. Podría añadirse, como insisten los teúrgos martinistas:
“liberación incluso de la misma liberación”. En suma, no se trata sino de una
experiencia iniciática, dependiente de un combate elemental, en el cual la
fragilidad y la ligereza son asumidas como fortalezas, como potencias
interiorizadas y sin nombre: interiorizar la propia mortalidad como potencia “eterna”
más allá de las circunstancias (contra los “aliados del tiempo” cronométrico, y
a favor de la eternidad como duración o complicación creadora del Tiempo: su
punto germinal). Darle “sustancia”, “densidad” a la Cosa. Porque sólo así, en
el intervalo atmosférico de las palabras, se toca “La Cosa…”: “esa cosa / que
las palabras no tocan”. Sólo así: respirando. Un poco de aire fresco para este
encierro de civilizados. Una guerra santa contra esa: su Polis. Contra ese: su
Mundo. “Contra el mundo / no / Contra su mundo / sí”, aclara Alan. Aunque sea
así, a base de ideas o sentencias vitales, jeringadas a una carne ahora
transfigurada por su hálito: “con la penetración de una aguja / para introducir
un concepto / que una vez / penetrada la resistencia / se inflame / quebrando
la coraza / volviendo endeble lo firme / calando en la carne y el hueso / del
mundo”.
Y
una jeringa de este tipo es una bocanada de aire pensátil que siempre, siempre,
independientemente del estilete bajo el que se presente, vamos a agradecer.
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