Prólogo
Una promesa incumplida.
La
poesía de Eguía se amalgama, en ocasiones, con una sintaxis y un conjunto de palabras que provienen del imaginario
científico. No obstante, más que afirmarse en su acreditación de verdad
positiva, las palabras se traman como una especie de música que simula, a modo
de barniz, la apariencia característica de la textualidad y la burocracia
académicas. La poesía de Eguía finge taxonomías e hipótesis en búsqueda de
resultados (vitales) que nunca se alcanzan. Al mezclarse con el lenguaje poético
(con la ironía de base, discreta, que posee esta escritura), las fases de la
verificación que requieren los sistemas científicos empíricos fracasan, no
pueden probarse ni concederse como válidos. A la “vida” como un objeto de
análisis de esta poesía (la vida encarnada, por ejemplo, en el becario, en el
investigador, en el Oso o en el Sacatrapos) se la observa como una especie de
pasaje interminable que no logra descifrar su propósito y que, finalmente, no alcanza
a realizarse: “una vida que no tiene/ nada que ver con la que debería ser”.
Pero la poesía de Eguía, en verdad, más que un registro obediente del léxico proveniente
del campo científico supone una crítica a ese lenguaje, concebido para
construir universos cognitivos y sistemas de creencias, y articulado de tal
manera que pueda persuadir a un auditorio docto (los “doctores”) que concede
como válido o rechaza como insensato el relato argumentativo del becario (Lito)
-intranquilo, ansioso por adaptarse y ser integrado al sistema. He ahí que la
tarea del becario, tan bien descripta en Phylum
vulgata (1999), no consista en obtener una verdad acorde al objeto de
estudio de su investigación, sino en la de convencer de manera verosímil a un
jurado con el fin de que se le renueve la beca.
¿En qué consiste una beca? La RAE dice:
“Estipendio o pensión temporal que se concede a alguien para que continúe o complete sus estudios”. En el contexto de
estos poemas, se trata de una ayuda por parte del Estado o de una institución
privada a un individuo que debe cumplir una promesa con la que se ha
comprometido a manera de proyecto y que, eventualmente, debe rendir frutos y
retribuir a la comunidad el esfuerzo volcado en la investigación. En Phylum vulgata la beca es, en verdad, el
espacio donde se condensa una retórica: la argumentación de aquel individuo que
hace creer a una élite ilustrada de sus dotes y de sus posibilidades
intelectuales. Sin embargo, en el caso de los personajes de Eguía, las promesas
se marchitan y los individuos se petrifican en su propia potencialidad, y su
realización final se puede designar bajo los términos de este enunciado: la promesa que pudo ser. La figura del
becario, en la poesía de Eguía, es la de un individuo siempre al borde de la
desocupación, en la inminencia febril de no poder dar cuenta de su tarea a la
comunidad científica que lo sostiene. Por lo tanto, se percibe allí la huella
de un temor de base material. Ese temor por el fantasma de la carencia, ese miedo
por quedar afuera de las regulaciones del sistema laboral, se explicita en estos
términos: “Entretanto pasan meses de loto vacante./ Algo fuerte Lito./ Un
ginebrón a media mañana./ Que ayude a tolerar lo posible./ Que no te renueven
la beca por ejemplo./ Si ocurriera, lo estás temiendo, serías/ otro batracio
desplazado,/ que se hace el nómade/ por carecer de lugar.”
Los
vocablos que elige Eguía dan cuenta de un imaginario donde la realidad se torna
“inasible” y “neutral”. Si las palabras no pueden descifrar lo real o dan
cuenta de sus efectos de manera pobre e insuficiente, podrían calificarse como
un lujo inútil, una energía volátil sin un fin específico: “adonde carajo
conducirá todo esto”. En la descripción monocorde de la realidad, en el
sustrato escéptico que recorre este discurso -sobre todo en sus primeros
libros- se filtra un insulto, casi sin énfasis, que confirma que lo real no
sólo resulta inescrutable, como si estuviera cubierto por un toldo carente de
sentido o, en todo caso, como si lo real fuera el toldo mismo. El léxico de
Eguía también se alimenta de la oralidad escasamente efectista, una oralidad
chirle que, como manchones de pasto, yace allí, en medio del poema, casi sin
elaborar: he ahí su sofisticación o su artificio. Lejos de constituir una
carencia de estilo, precisamente, la incorporación de enunciados orales anodinos,
que casi pasan desapercibidos desde el punto de vista de sus efectos, hace
combustión, choca, se mezcla con otro discurso que avanza a manera de crónica:
“vos con un leve sudor, el jean y la blusa/ sobre el cuerpito súper fuerte/
eras toda una minita de la gran ciudad,/ para empezar,/ dame un beso rabioso,
dijiste,/ luego energía de alto voltaje/ movimientos y gemidos entre graznidos
de aves,/ nada inútil”.
Otra
zona de interés por la que orbita la poesía de Eguía es la abstracción. El
sujeto que protagoniza (y habita) estos poemas maneja y relaciona conceptos
abstractos (“El choque de lo frágil/ con lo compacto/ no produce nada”) y, en
esa especie de zona inasible, se sabe mutilado de antemano: reconoce -a pesar
de que pudo hacer creer al auditorio lo contrario- que su vida se halla
atravesada por una “imposibilidad de epopeyas”. Nada de heroísmo, nada de proezas. El yo que se
configura en estos textos es una entidad algo “insustancial”, a punto de
quebrarse, cuyo mayor deseo es procurar afirmarse en el vendaval de la intemperie. En su
fuero íntimo, a pesar de los intentos, ese yo sabe que cualquier tentativa de
heroicidad o cualquier forma de reconocimiento público resultarán imposibles:
se trata de un yo que no comprende cómo llenar el formulario de las buenas
costumbres y la civilidad, a pesar de que -lo curioso- es que se trata de
alguien que no se jacta de ser transgresor. Esa pena inmensa acerca de la
incapacidad de consumar algún éxito o logro en la vida social, lleva la borra
de la ironía que, ahora sí, se transforma, en un puñal corrosivo para los
límites que propone el sistema social. El universo poético de Carlos Martín Eguía
se vincula con una obsesión: la voluntad. Pero ese tópico que se reitera de
distintas formas es, en verdad, una voluntad cercenada, la voluntad de aquel
que pudo ser alguien, de aquel al que se le pasó el cuarto de hora con sus
delirios de grandeza.
Azorín
escribió una excelente novela cuyo título es, precisamente, La
voluntad. En ese texto, el personaje principal (como en
el caso de los textos de Eguía, donde se representa un sujeto letrado, con
aspiraciones intelectuales) carece, justamente, de energía, a pesar de que
procura, de algún modo, adherir a algún entusiasmo. El entusiasmo es el origen
de una energía, pero si se lo intelectualiza como un objeto a ser alcanzado,
parece evaporarse en el mismo momento en que se lo menciona. Es interesante
este mundo de la voluntad quebrada o incapaz de concluir un proyecto: el que
estuvo a punto de alcanzar
el paraíso mediante un arduo esfuerzo, descarta sin
explicación el festín que se le ha otorgado, se retira del cielo prometido
hacia el círculo recoleto del tedio, pero también padece el ansia por lo que ya
no se tiene, sabiendo que la cronología del tiempo le pasará la factura por lo
que pudo haber sido. Una decisión extraña que implica una especie de inmolación
frente a los demás. Los otros aprecian las virtudes del sujeto que emprende la
tarea de la investigación, pero el sujeto mismo se siente incapaz frente a
semejante exigencia que se traduce, simplemente, como una atención que solicita
resultados y de los que no se tiene nada para ofrecer: “ahh muchachito ahora
muchachón/ qué te espera/ en ese maremágnum/ algo entornado/ por tu suficiente
lentitud.” La voluntad, la energía de base está atrofiada para aquel que ha
llegado a la orilla del logro y la plenitud, y también para el que ha ensayado
ser alguien. Por ese motivo, con una herramienta que administra el tiempo, el
poeta puede decir de manera afirmativa aquello que, en verdad, implica un
desconsuelo y una ironía: “Para comenzar/ a progresar hacia algo/ saca del
bolso una agenda”. O se expone a la expectativa del otro, a la expectativa del que sabe, con el fin de defraudarlo:
“adelante Lito,/ exponga”.
El
poeta, a la manera de un estudiante de biología, observa la realidad como si se
tratara de la muestra de un bacilo en el microscopio del laboratorio, el
laboratorio donde se almacenan las “malezas” de lo incomprensible y donde se
intenta dar nombre a lo impronunciable y lo inenarrable, a lo no escribible y a
lo “innombrado”. Lejos de que lo innombrado tenga carácter epifánico, en la
poesía de Eguía posee dimensión material: no se puede designar la íntima
realidad porque, simplemente, no se la puede percibir con las palabras. Por lo
tanto, las palabras no sólo son insuficientes, sino también inservibles para
semejante empresa, como si la radical desconfianza del lenguaje experimentada
por Hugo von Hofmannsthal hacia principios de siglo XX, se reeditara en estos
textos que se piensan a sí mismos como una materia inútil para aferrar las
cosas y el tiempo. La poesía de Eguía reedita esta desilusión, pero escribiendo
de manera prolífica, pese a todo. Es decir, la energía que supone el acto de
escribir, más que las palabras escritas, parece ser la muestra más cabal de la
inutilidad del intento, la representación más fiel de lo que se intenta decir
perpetuamente sin éxito: “impera por momentos/ una opacidad mineral/ detenida al
borde/ de toda anécdota”.
La
mente (un reiterado tópico de esta poesía que evoca, en algún sentido, la
obsesión spinetteana por ese mismo tópico pero que, en este caso, a diferencia
del músico, no puede “progresar”) proyecta sus antenas en dirección de lo real,
de su presunta vibración y frenesí. Sin embargo, lo real parece funcionar como
un mecanismo o una caja extraña, sin resonancias, sin empatía ni fluencia, y su
designación se torna un signo de pregunta y, menos que eso, un signo afásico.
¿Cómo escrutar la realidad? La poesía de Eguía se torna, a menudo, vagamente
“científica” desde el punto de vista discursivo, pero para desmentir aquello
que la ciencia considera importante y significativo. Así es que se desliza hacia
ese territorio urbano que carece de épica: “el guarda repara la fenomenología
de los días:/ boletos, pases, abonos”. La nomenclatura, presuntamente científica,
se metaboliza y se convierte, de este modo, en un instrumento descriptivo del
sistema social: “Un objeto que comparte con otro/ al menos un atributo/ que no
sea la condición/ de miembro de la clase es/ un objeto clasificado./ La mejor
clasificación será entonces la más estable/ la más predictiva”.
La
obra de Eguía es considerable desde el punto de vista cuantitativo, con más de
una decena de títulos en el campo de la poesía y la narrativa. Si bien
se menciona su gravitación y su impacto literarios en los estudios y abordajes
críticos sobre el período que se denominó, de modo general, como “poesia de los
90” ,
frecuentemente ocupa el lugar destinado a sus márgenes. Una marginalidad, sin
embargo, de cierto cariz prestigioso. Ese sitio se vincula con la opacidad que
sus poemas promueven, no porque haya transgresiones sintácticas o léxicas
recurrentes, sino porque sus textos implican un interrogante que,
aparentemente, se frustra: ¿hacia dónde se dirigen estos textos?, ¿cuáles son
sus propósitos? La expectativa que se defrauda acaso sea un rasgo determinante
de la poesía de Eguía. La figura del becario (la promesa que supone la
investigación de alguien subsidiado para obtener un logro, módico o colosal)
es, sin duda, no sólo un personaje sino un tópico de esta poesía que funciona a
manera de metonimia: toda escritura -nos dice la poesía de Eguía- que promete
cumplir con las expectativas previamente reguladas por el mercado, el campo
intelectual, los editores, incluso los lectores, defrauda, en verdad, a la
propia literatura. Por ese motivo esta escritura aligera su brillantez en favor
de la ilegibilidad y la desorientación.
Los
versos de Eguía narran escenas que tienen no sólo la marca del inminente
derrumbe, sino la percepción por parte del sujeto de enunciación de una especie
de grieta que resquebraja la apariencia de lo sólido y lo armónico: los
individuos que creen revelar su
identidad mediante sus argumentos, en verdad, muchas veces no hacen más que
esconderla, pues la identidad irrumpe en el detalle lingüístico, corporal,
gestual menos pensado. Lo que “parecía sólido” en individuos hundidos en sus
propias certezas, no es más que la mentira de la solemnidad de la que esta
poesía huye como si se tratara de un virus letal: “La luz no puede destacar/el
marco de un diálogo/ que parecía sólido”. Así es que, el poema en el que Borges
aparece como personaje, hacia el final del libro (“Caminar con Borges, él
adelante, en silencio,/ yo medio metro atrás, unidos por la longitud de la
correa.”) resulta también un tratado de poética. A distancia respetuosa de la
elegancia letrada, Carlos
Martín Eguía -como muchos de sus personajes- se repliega,
traza un círculo sobre sí mismo, conjetura una esperanza pobre y presume que el
cielo prometido -la beca renovada, el éxito- corresponde a otros individuos. Sin
embargo, como “no hay poema/ que tarde o temprano no se escriba”, el poeta
Eguía, metido en sus propios asuntos, machacando en sus obsesiones y
desplegando su propia poética, no deja de escribir su obra.
Carlos
Battilana 2014
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