Sobre Consumo personal, de Diego Gerzovich
zindo & gafuri, 2014
Este libro es una
incitación constante, la entrada a un terreno resbaloso. Es que al avanzar y
volver sobre él, se percibe continuamente la dificultad para seleccionar y/o
definir un centro, una única raíz. Al leer y releer, buscando pistas, sus
versos se corren (escapan, esconden, desdibujan, se deslían) de la lógica, de
cualquier itinerario previsible y hasta del lector. Es justamente por eso que cautiva
(captura, nos camina por encima). Consumo
personal es un libro para “des-leer”, para fluirlo como si abriéramos la
canilla y sencillamente observáramos el agua que se va. No hay margen para
acotar, sino más bien espacios que se abren y auto-disuelven (canilla abierta y
el agua que se va) y que, sin embargo, dejan marcas (tal el título, además, de
su segundo capítulo).
Gerzovich abre
puertas (tres), entra y sale de sus cavilaciones, consume, se consume, confunde
(nos confunde), funde y refunda una semántica que se instala en, por lo menos,
tres niveles de sentido: una historia sentimental (o confesional al menos) que
incluye un apelativo (“ahora desborda,
querida”, “...como inasible es nuestro amor: como todos los amores”); un paisaje
de obturaciones y aperturas en las que, luego veremos, los lazos filiales son
preponderantes (“uno se ve forzado a
tensar el encierro/ con su arte”,
“qué tentación el encierro”) y, justamente partiendo de
esta última cita, un ars poética (y/o
literaria a secas) que nos habilita para interrogar e interrogarnos acerca del
proceso de la escritura (“y uno está ahí para narrar”, “escribir es copiar”, etc.). Como si lo biológico, lo amoroso y el
acto creativo pudieran no sólo asimilarse, sino nombrarse de manera
equivalente, con las mismas palabras: dificultad, encierro, expansión, nuevos
intentos, eyección (¿eyaculación?), contracción, contradicción, etc..
Para eso, reitero,
el uso del apelativo habilita a una segunda persona (¿el lector?, ¿alguien a
quien llama “querida” pero que,
evidentemente, no es dicho lector?). Y, en reversa, el autor parece encerrarse
cada vez más en sí mismo para observar su génesis y su estar-en-el-mundo. Universo
multiforme, rico y plurívoco a pesar del aparente onanismo que pregona (o
justamente por eso).
Así es como habla y
se dirige a madre y padre (en diferentes poemas), a su identidad y a su nombre
(con y sin iniciales, como si se tratara de un mantra o de la omisión
ortográfica y reverencial de las vocales en hebreo: circunstancia lingüística y
religiosa al mismo tiempo; y, otra vez, plurisignificación y densidad feliz en
su lectura); pero también podría suponerse una especie de cercanía al acto
prostibulario (“y salgo de espaldas/ a tu
boca voraz/ a mi masoquismo/ me uno a los
hombres/ puerta de voces/ mientras otro entra”). Y es nuevamente ahí donde
el agua que corre se desliza, atomizándose en diferentes propuestas: ¿se trata
sólo de una escena de prostitución?, ¿es el mundo (el otro, todos los otros, el
otro de mí) una especie de mujer devoradora que va deglutiéndonos uno a uno (recordar
a Circe y sus hombres/cerdos; y a Escila y Caribdis, según la interpretación de
Jean Houston[1],
se hace inevitable), ¿no se trata de una prostituta sino de una hetaira; por lo
tanto, una mujer que inicia al elegido (y que, entonces, dirige una ceremonia
que entra también en campo sagrado)? Y si habla de “consumo personal”: ¿refiere
a alguna adicción que fagocita a su secuaz? O, si refiere a la línea del verso
y no a la otra (la adictiva), ¿es tal vez la inspiración esa mujer sagrada,
absoluta, omnipresente, voraz la que no le permite descansar? (“¿Quién me dicta ahora?/ ¿Sos vos ahí
escondida?”)
Nada se dilucida y,
sin embargo, todo perturba, abre (canilla y agua que se va), todo sugiere e
inaugura campos semánticos diversos: “puedo
pasar por goi”, se define; pero antes dijo también: “mi padre hace valer su contrato/no permite mi circuncisión” y “...debajo de los calzones/ soy uno/ más”. Ambigüedad aparente (¿es o no es?), desidentificación
consigo mismo y con aquellos que pertenecen a una cultura específica y, al
mismo tiempo y en el fondo, una definición contundente: él es el que es; por lo
tanto, es uno... (sólo después agrega el adverbio “más”).
En la construcción y
deconstrucción de su yo, madre (que lo insta a integrarse), padre (pagan
juntos, aunque cada uno se va por su lado), y esa mirada y actitud
masturbatoria de auto-analizarse y centrarse en un ombligo que, más que cordón
umbilical, parece habilitar un hilo de Ariadna, el autor (“hijo/higo”, dice) va asemejando el acto creativo a la búsqueda de
sí (“peca o lunar de transeúnte”): se cansa del poema, pero
lo violenta hasta lograrlo; abre (como dije) tres puertas y en tres movimientos
asegura: “Tras la primera/ renglones/
tras la segunda/ lápiz/ la tercera es la vencida/ libro”. Entonces, ¿arte y
vida son equivalentes?, ¿se auto-referencian y completan (complementan,
consagran, conspicuamente se impregnan y diluyen en simultáneo?).
Textual y sexual, me
dejo llevar (ya me entregué a este chorro, no pienso cerrar la canilla). Y
aíslo dos secuencias: una, cuando en la “epopéyica
noche” se pregunta: “¿Cuánto tengo que remar/ para llegar al término/ justo?”. El lector se
dejará llevar también, y cada uno llegará a donde quiera y pueda; pero a esta
altura me siento Caronte (guiando la barca, cruzando y cruzándolos al otro
lado) y tiro algunas interpretaciones al menos: él dice: “al término”, yo pregunto: ¿de la vida?; y agrego: ¿el “término justo” es aquel al que, por
mandato o herencia o moda o convicción, habría
que llegar?, ¿“justo” de exacto o “justo” de justicia?, ¿el “término” como final (o acabamiento) o el
“término” como nombre, como palabra
sustantivada? No hay caso: el líquido de esta laguna Estigia es frondoso y
desemboca en el mar (al que también nombra en su segundo poema). Y él es un “mago tuerto” a punto de deseo de abrir
las grandes aguas y que, a su vez, insinúa a su interlocutora: “Imaginá que quieras hacer colores/ y los
hagas”. Magia pura, una instancia nueva y latente. La irrupción de lo
maravilloso y/o la intensidad febril de la imaginación, ¿que más da?
La segunda secuencia
involucra a su último poema, en el que tanta muerte lo lleva a preguntarse qué
hacer con ella: romperla en pedacitos, repartirla (al otro, a todos los otros,
al otro de sí), para concluir: “pero yo/
me quedo mi parte/ la mía/ para cuando sea/ para consumo personal”.
El minotauro que
soy, que somos, no muere ni se rinde (Borges dixit). Pronuncia una onomatopeya y abraza a Teseo. Comprende y se
comprende en su humanidad bestial. Y nosotros también comprendemos, entonces,
que tal vez Gerzovich ni siquiera ha estado refiriéndose a su consumo personal,
sino al de cada uno de nosotros. Y que, por lo tanto, ha estado todo el tiempo
incitándonos a mirar el propio/lo propio (si lo hacemos, si no, si nos
consumimos, si nos vemos consumidos, si somos consumidos por otros, si lo hemos
sido). Y, en paralelo, ha deslizado la posibilidad de que la creación, aunque inquietante,
puede ser quien se anuncia (revela y rebela) como uno de los caminos para
consumarse y/o consumar nuestro mejor rostro. Una especie de minimal reivindicación.
Con poemas de
diferente versificación, según la necesidad; con imágenes siempre perturbadoras
y, sobre todo, con un desplazamiento atrevido, lúdico y a la vez intencionado
de la sintaxis y la semántica habitual, el autor va siempre por + (y habrá que
leer el libro para decodificar el signo).
Ana Guillot
No hay comentarios:
Publicar un comentario