Prólogo
Como si fuera una
aclaración al final, o un complemento necesario, la antología termina con un
poema titulado “Errores” y, aunque no haya sido puesto con esa intención, funciona
como un cierre, uno de los mejores cierres posibles o uno de los más pertinentes,
como si tendiera sobre lo leído en las decenas de páginas precedentes un manto
de duda, y/o como si supusiera que lo escrito tiene siempre algo de error, al
menos para quienes quieren encontrar ahí alguna certeza, alguna enseñanza,
alguna seguridad, algún entusiasmo. No hay modo de acceder a la poesía de Rae
Armantrout sin renunciar a cualquier lectura crédula o ansiosa o demandante, a
cualquier posibilidad de salir de ella iluminados o esclarecidos, como no sean
iluminaciones o hallazgos muy provisorios, que duran apenas hasta la próxima
línea o el próximo tramo del poema. No es eso lo que más vale ir a buscar a
este poesía sino, apenas, y nada menos, conformaciones de materia verbal dispuestas
para que sobre ellas trabaje la lectura, realidades para atender, como quien
mira un paisaje o una escena urbana, por el gusto de ver y apreciar lo que la
siempre ajena realidad presenta a los ojos, sin pedir a lo que se ve otra cosa
que lo que se ve: movimientos, colores, formas, variaciones de la luz,
contrastes, presencias inusitadas o no, coincidencias más o menos
sorprendentes, reiteraciones, texturas. La variedad de lo existente y que,
porque de veras existe, siempre es un poco imprevisto y un poco desconcertante
si lo vemos sin sujetarlo a un esquema previo de interpretación, en el que cada
cosa ocupa el lugar que tiene preparado en el casillero de la mente, o sin que
lo ordenen los filtros de la costumbre.
Pero, además, en el
poema “Errores”, como en muchos de los de esta autora, no cuesta ver una
indirecta descripción del funcionamiento de la escritura de Armantrout: el
lugar en el que está el sujeto del que se habla en el primer verso es un lugar equivocado,
y ni siquiera él se reconoce en esa persona a la que le están sucediendo “esas
idas y vueltas (…) dirigidas por un mecanismo secreto” que, a pesar de eso, o
por eso, él o ella, esa persona, “necesita contarle a alguien”. Y escribe
entonces ese poema, para contar o dar cuenta de eso que pasa y que ni ella ni
nadie sabe qué es, pero que merece ser contado: lo que importa es que “eso”
pasa, ocurre, y que no se lo pueda entender bien o reconocer del todo es algo
propio de las cosas que existen sin ajustarse a nuestra voluntad o a nuestras
intenciones. Y esa última línea que, en la segunda parte del poema, luego de
que alguien dice que cruza la puerta hacia un banco de piedra, sin querer
(“¿sin querer decirlo?” se pregunta inmediatamente), agitando a cada paso su
imagen, termina aclarando que lo hace “como lo haría cualquiera”, introduce el
elemento que faltaba: no hay nada de excepcional en lo que acá ocurre al
protagonista de la acción (o a la protagonista), por más extraño y
contradictorio que suene todo. No se está hablando de hechos maravillosos ni de
grandes aventuras ni de desvaríos, sino de las cosas que le pasan a cualquiera,
que sólo se ven de manera distinta porque se eligió una mirada liberada de
cualquier programa que la organice, dispuesta a sorprenderse, o, sencillamente,
a ver, a percibir, sin exigencias. Lo primero que queda destituido en la poesía
de Armantrout es el yo, si por “yo” se entiende una figura en la que uno puede
reconocerse sin vacilaciones, en la que uno puede afirmarse, o a la que uno
puede presentar como certificado de solvencia ante la sociedad o ante uno
mismo, o como garantía de coherencia.
La frase “como
cualquiera”, por otra parte, produce en lo que el poema viene diciendo una
modificación, interrumpe la dirección del pensamiento para agregarle un matiz
inesperado, una leve mutación que conmueve el estado de cosas. Son muy propios
de la poesía de Armantrout los movimientos de ese tipo: nada está seguro en lo
que es o nada es del todo eso que es, o lo que hasta ahí uno suponía que era, y
todo puede ser re-pensado, como en la vida, si uno se anima a admitir los
propios modos que tiene la vida de darse ante uno, poco o nada dispuestos a
adaptarse a los esquemas que nos fabricamos para entenderla. Y ahí reside algo
básico en esta propuesta: no sujetarse a ninguno de los esquemas a los que
echamos mano para ver o pensar el mundo, o pensarnos. “Creo que algo es
‘realista’ cuando consigue oponer resistencia a la ideología –declaró la poeta
en una entrevista–. Me interesa lo real que sólo puede ser aprehendido como
ruptura violenta, algo que se abre paso por la superficie del mundo humano
imaginario. Quizá sea esta la causa de tantas interrupciones en mis poemas.
¿Están tratando de abrir espacio para ‘lo real’ en este sentido? La poesía
puede calmarnos o hacer que permanezcamos de puntillas. Obviamente, a mí me
interesa más lo segundo.” Tanto como una posición filosófica o ideológica, sin
embargo, me parece ver ahí una razón poética, y me refiero con eso a una
poética que apuesta a la movilidad, al juego y al cambio, al placer de las
variaciones y el de apreciar qué ocurre en los modos en que unas palabras,
visiones o ideas suceden a otras.
Es fundamentalmente
poético el disfrute del trabajo mental que nos propone la lectura, y a su modo es
musical (si pensamos a la poesía como “música de palabras”), porque tiene mucho
que ver ese disfrute con la relación, incluso en la métrica y la acentuación,
de unas líneas con otras, con su mayor o menor longitud, con las reiteraciones
de palabras o sonidos, las interrupciones, los cambios de ritmo, el juego entre
lo preciso y lo impreciso, entre lo contundente y lo leve. En palabras de
Armantrout: “mis propios poemas, como usted sabe, tienden a estar construidos
por pequeñas secciones a menudo separadas por asteriscos, por lo que siempre
estoy parando y arrancando. Creo que me siento atraída por los bordes, los
límites, por ejemplo, entre ser y no ser, la vida y lo inanimado, proseguir o
adelantarme, como escribí en el poema apertura de mi primer libro, Extremities: ‘el brillo de los bordes /
captura la mirada otra vez// para aproximarse a estas espadas!’. En mis poemas,
me gusta virar de repente, como si escapara de algo, y también me gustan las
paradas repentinas, permanecer al borde del acantilado.” Si ese placer, que se
percibe físicamente y de inmediato en los poemas tal como la autora los
escribe, en el inglés de Estados Unidos, puede también ser vivido por quienes
leemos esta antología, habrá que agradecérselo al trabajo de traducción de dos
poetas que, como Aníbal Cristobo y Patricio Grinberg, saben, por poetas, a qué
se están enfrentando cuando se enfrentan a una propuesta como esta, pero
también a que aquello que hay de radicalmente musical en la escritura de
Armantrout (en “su espíritu”, por así decirlo, sobre todo en el sentido de
“aliento”, pero no solamente en ese sentido) es tan decisivo y básico para esa
escritura que de algún modo tiene que transmitirse a la versión en otra lengua,
o transmitir algo de esa fuerza. No es lo mismo que leerlos en inglés, pero eso
que aquí se lee en castellano tiene mucho de lo mejor que anima a la poesía de
Rae Armantrout, y permite acceder en castellano a algo que solamente Armantrout
consigue hacer cuando escribe poesía.
A eso que solamente
la poesía de Armantrout tiene para ofrecer, y viene ofreciendo desde hace más
de treinta años, lo veo formando parte, a su particular manera, de una de las
corrientes más vigorosas y singulares de la poesía norteamericana moderna, y de
la poesía en general desde las vanguardias en adelante, tal vez la que mejor ha
conseguido prolongarse, siempre renovada, atravesando períodos culturales y
modas literarias, a la manera de un impulso que, en vez de al mercado editorial
o a las instituciones literarias, atiende ante todo a su propia necesidad de
mantener la palabra en vilo, imponiéndose por eso a las instituciones
literarias y, en parte, al mercado editorial. Una línea de poesía, diría, que
viene de William Carlos Williams, pasa primero por Louis Zukofsky, Charles
Reznikoff, George Oppen y otros integrantes del “objetivismo norteamericano”, y
luego por Denise Levertov y Robert Creeley hasta Charles Bernstein y la Language Poetry –en la que se suele
incluir a la propia Armantrout–, pero a la que también de una manera u otra
reconozco en los poemas de Gertrude Stein, E.E. Cummings, algún integrante de
la beat generation como Jack Kerouac
y el mismísimo John Cage, y hasta tendría antecedentes ya en Emily Dickinson,
quizá no casualmente una poeta que resultó decisiva para la formación de Rae
Armantrout, junto con Williams.
“Poesía de la palabra
viva”, es el nombre que se me ocurre para esa corriente, y si se me replica que
toda poesía está hecha, si es poesía, de palabra viva, respondería que, cuando
digo “viva”, quiero decir que esa palabra late, respira, se abre paso, tiene
cuerpo, peso y espesor, toma decisiones, no pide para estar viva aprobación al
lector –ni al autor, en buena medida– sino establece sus propias condiciones de
existencia, responde a sus propias razones, y por eso mismo se vuelve
necesaria, por lo que permite sentir o experimentar a quien se le acerca.
Ocurre algo hermoso –decía Robert Creeley– “cuando esa rima, cuando esa
congruencia de sonidos que ocurre en el tiempo con la suficiente cercanía como
para resonar, hacer eco, y recordar, cuando eso nos mueve al placer y la
intensidad, y se siente la cualidad física del movimiento de las palabras con
una gracia que no distorsiona nada.” Se trata, según Creeley, de “decir cosas,
y decirlas con una articulación que imprima un carácter físico a las palabras
que se han convertido, esa es la maravilla”, como “también es una maravilla
cuando los ritmos que las palabras pueden encarnar mueven a un eco y a una
congruencia semejantes. Es un lugar, en suma, al que uno llega, donde las
palabras bailan, en verdad, informándose unas a otras, captando la atención,
provocando participar.”
Participar es la
idea. Leer ya no es atender a lo que piensa o siente otra persona –un poeta–, o
reconocerse en lo que esa otra persona escribió, sino la inextricable alegría
de ir viendo cómo se manifiestan las palabras, y los pensamientos, las sensaciones
y los interrogantes que con ese manifestarse de las palabras sobrevienen, y,
más aun, hurgar en esa extraña materia verbal como quien acepta un desafío o se
interna en un territorio desconocido, no sólo sabiendo que se encontrará con
sorpresas y momentos de desconcierto sino deseándolos, poniendo a prueba sus
propias capacidades de lector, haciendo de la lectura un juego y un trabajo,
ahí donde juego y trabajo son exactamente lo mismo. Aunque la materia que se
ofrece a ese trabajo, en casos como el de Armantrout, la constituyen, más que
palabras, frases, o, más aun, tramos de discurso, que se disponen sobre la
página como unidades de realidad con consistencia propia. A lo que me estoy refiriendo,
cuando aquí digo “palabra”, es a algo más vasto y básico que una unidad léxica:
hablo de materia verbal, de nada muy diferente de lo que Roland Barthes llamaba
“escritura”. Poesía que no se propone ser otra cosa que escritura, ni nada
menos, pero serlo al máximo, con todo lo que trae aparejado la escritura, que nunca
es inocente ni actúa en el vacío. Por eso mismo, porque, por su sola
existencia, pone en juego lo humano, a una poesía como la de Rae Armantrout o
la de Creeley o a la de Cage no hay que pedirle nada sino dejar que sea, que se
haga, que se concrete, con lo que implica dejarla en serio ser: estar dispuesto
a ver cómo decide presentarse y poner todas las capacidades que uno tenga al
servicio de esa tarea, despojándose hasta donde se pueda de prevenciones y
expectativas, y finalmente hacernos cargo de lo que durante el trabajo o juego de
la lectura nos toque experimentar y que inevitablemente nos concierne, porque eso
que queda puesto en juego al conformar esas construcciones de materia verbal
que llamamos “poesía” somos, nos guste o no, nosotros, los que las escribimos y
los que las leemos.
Lo digo desde la
distancia que me da vivir en Argentina, donde no es nada fácil acceder a la
poesía que se escribe en Estados Unidos y donde a Rae Armantrout no la leyó
casi nadie. No ceso de asombrarme, desde ahí, ante la extrema audacia de esta
mujer y ante las razones profundas, nada caprichosas, a las que me parece que responde
esa audacia, que, por lo tanto, no es audacia, o al menos osadía, sino
fidelidad a un modo de entender la escritura, el suyo, no por obediencia al
mandato de “ser original” o para presentar un “perfil de escritor” reconocible,
sino porque es la única manera de lograr que eso que se hace de un lugar en la
página tenga algo de verdadero, que esté ahí porque no responde a nada más que
a su propia necesidad de concretarse como escritura. Digo, para decirlo de otra
manera, que me llama la atención, desde el lugar donde la veo, hasta qué punto
ante una poesía como esta empiezan a tambalear muchas de las alternativas –iba
a escribir “falsas alternativas”, pero no hay alternativas falsas en poesía–
que se dan por seguras cuando se habla de “poesía actual”. Cuestiones como
objetividad, lirismo, validez o no de la metáfora, lenguaje coloquial, realismo
o poesía conceptual o “del pensamiento” dejan de ser opciones porque todas
caben como posibilidades dentro de una propuesta, la de Armantrout, para la
cual todas son modos de concreción de la palabra, ninguno más valedero que
otro, y eso, concreciones del lenguaje, es lo que se le presenta al lector para
que vea qué hacer con ellas y con las relaciones que entre ellas puede
establecer. Objetos hechos de materia verbal que tanto pueden dar cuenta de
recuerdos de infancia como reflexionar o divagar sobre lo eterno, el dinero, la
metáfora, el presente o el significado de las palabras, y hasta sacar
conclusiones (que no dejan de exhibir su carácter provisorio), o bien
transmitir impresiones, interrogantes, sensaciones, observaciones (algo que
alguien hizo, algo que se vio o se vivió), estados mentales, fantasías (“Rezamos/
y la resurrección sucede”), o frases tomadas de la televisión o de alguna
conversación, o juegos de palabras, o slogans, y que así, como trozos de
realidad verbal, se ponen a la vista en la página, no para “decir” algo, y
menos aun “revelar”, porque nada muy importante hay para decir: se trata de dar
lugar a todo lo que suscita que se dispare lenguaje vivo, palabra que por algún
motivo reclama ocupar un sitio en el poema para que el poema suceda, como una
realidad que, como tal, merece respeto y atención, y por eso, porque lo que es
realidad es siempre un desafío, nos importa.
Se podría, sí, en ese
caso, decir que algo se revela: ninguna verdad trascendente o universal sino
las cosas mismas en lo que cada una tiene de particular, la capacidad de existencia
irreductible que hay en los objetos que componen la vida, incluidos los objetos
hechos de palabras que se escucharon en la calle o pasaron por la mente. Star
Trek, lavaderos de coches, la voz grabada de un servicio telefónico, los
nombres de Gödel y Hawking, dos gordos pelados con remeras grises y bermudas
beige, el canario Tweety, algo de lo que el cuerpo y la mente perciben durante
un viaje en avión o durante un atasco en la carretera, se suceden como
componentes de una realidad escrituraria, a veces con la precisión epifánica de
un haiku (“ese pequeño halcón en el cable/ sobre flores enmarañadas”), pero en
igualdad de condiciones con tramos metafóricos (“el día
levanta su red/ de aproximaciones/ cercanas”) o momentos de poesía
conceptual (“El habla, también, fue pensada/ para que la habitara/ un dios.”).
Son realidades verbales siempre: ¿por qué a uno debería interesarle leer que
“Distraído, en la caja,/ un hombre compra tres tipos de chocolates// y un
paquete de salchichas.”? No estamos ante el gesto conformista de quien se
complace en exhibir lo banal o lo insignificante como anunciando “todo es banal
e insignificante, esperar otra cosa es pura ingenuidad o pretensión”, ni la
impasibilidad del discurso de Armantrout tiene algo que ver con la indiferencia,
sino, por el contrario, resulta, o parece resultar, de una decisión radical de
no interponer elementos –emotivos, declarativos, connotadores de nobleza o
sublimidad, impactantes, escandalizadores– que interfieran en la lectura, o que
la determinen, porque eso que aparece en los versos tiene que importar por sí
mismo. Si fue incorporado al poema es porque es interesante, significativo: ese
sería uno de los presupuestos sin los cuales no hay cómo acceder a esta poesía,
y a esa cualidad de “interesante” no hay cómo probarla ni depende de ningún
requisito previo, sino de una disponibilidad espiritual como la que requiere la
lectura de un haiku: por alguna razón, que no necesita explicarse, y que
cualquier explicación sofocaría, es significativo el chapoteo de una rana en el
haiku de Bâsho, y no casualmente, tal vez, también en la formación de
Armantrout tuvo bastante incidencia la lectura de haikus.
El rótulo
“objetivismo”, en ese sentido, no es inadecuado, si implica la disposición a
reconocer la dignidad de lo que existe por el solo hecho de que existe, está
ahí, independientemente de nuestra voluntad. Si no existe más o menos porque
nos importe más o menos a nosotros, si su existencia no tiene que ver con
nuestros deseos o nuestras necesidades, aprender a ver que existe lo que existe es empezar a
apartarnos de la soberbia del yo, de sus aspiraciones de omnipotencia e
interesarnos más en lo que no somos, dejar en cierto modo de ser, de saber.
“Extrañeza” es la palabra clave, más que cualquier otra, para dar cuenta de la
poesía de Rae Armantrout, no sólo porque es la actitud de la que esa escritura
surge sino porque, además, e ineludiblemente, hay que leerla extrañado,
desconcertado incluso. Requiere lectores desprotegidos, lectores inseguros, y no
habrá posibilidad de leerla si no se parte de suponer, o de intentarlo al
menos, que no hay nada previo a la lectura, nada acordado ni consensuado, nada
que dar por cierto. Ni siquiera el sentido de las palabras: qué dicen o qué
quieren decir es algo que no está claro del todo. Es como si ese “querer
decir”, ese “significar” fuera siempre provisorio, estuviera más insinuándose
que revelándose, o haciéndose todo el tiempo, dándose a diversas posibilidades.
Aunque Armantrout no es de los poetas que rompen la sintaxis o distorsionan las
palabras, no es fácil, las más de las veces, saber a qué se refiere, o al menos
saberlo bien: “Él siempre dijo que mis poemas eran solitarios, como si cada
cosa (palabra, persona) detenida, esperara un significado.”, se dice en “Más allá”,
un poema de Up to Speed, y es verdad,
porque Armantrout escribe contra la idea de que todo tiene que cerrar, de que
todo es explicable –o inexplicable, que es lo mismo–, contra la suposición de
que algo pueda ser completo o evidente: hay un pájaro, en uno de los poemas de Incompletamente, de Juan Gelman, que
“va// de la conciencia al mundo/se encadena/ a los trabajos de su vez/ (…)
dibuja// su claro delirio/ con los ojos abiertos/canta// incompletamente”. La
poesía, se puede entender, o cierta poesía, como la de Gelman o la de
Armantrout, canta incompletamente, al ser lenguaje que “no cierra”, que nunca
termina de significar y por eso no se agota ni se presta a la manipulación. Y
también hay incompletud en tanto se escribe iluminado por el saber de la insuficiencia
del lenguaje, apostando al misterio o al exceso implícito en lo que falta o lo
que no puede ajustar.
Nada se completa en esta
poesía. “Yo siento la experiencia, en cierto modo, como incompleta”, declaró
Armantrout. “Y siento que así es para la mayoría de la gente. Acaso sea eso lo
peor o lo mejor de nuestra condición humana. Siempre creemos que debe de haber
algo más, algo mejor. Por eso mis poemas a veces terminan de repente, quizá sin
puntuación, desde luego sin el sentido de una verdadera conclusión. Se asoman a
lo que falta.” Ahí, en lo que le reclama internarse el enigma abierto por lo
que no quedó dicho o no se termina de entender, le toca trabajar al lector, y
en ese trabajo reside uno de los principales placeres que le depara esta poesía,
que es también el placer de asistir a los encuentros imprevistos de realidades
diversas. El viejo placer de las asociaciones inexplicables que tanto
explotaron los surrealistas no está tan muerto como se supone, aunque en el
caso de Armantrout esas asociaciones ya no tengan nada de extravagantes, ni de
llamativas ni de curiosas, ni haya motivos para suponer, como en el
surrealismo, que abren paso a una realidad superior, una súper-realidad, porque
ya no hay más mundo que el que tenemos ante nuestros ojos, y de lo que se trata
es, precisamente, de acceder a él. Y acceder a él implica encontrar los modos
de hacerse cargo de que es un mundo diverso, heterogéneo, hecho de realidades
disímiles, resistente a los relatos que fabricamos para encontrarle una inteligibilidad
y así sentirnos más seguros. No es que no haya un orden tras ese aparente
desquicio que es la poesía de Armantrout sino que a ese orden, siempre
incierto, hay que encontrarlo, o, mejor aun, intuirlo, como a una red de
relaciones subyacentes, y en la energía que libera esa gozosa tarea está una de
las principales fuentes de la poeticidad de esta obra. Hay mucho de lúdico, de
divertido incluso, en esos encuentros poco comprensibles, o sorprendentes, o
desacostumbrados. Porque es para la costumbre que son incomprensibles, al fin y
al cabo, y a lo que se apuesta es precisamente a romper la costumbre, o, más
bien, a no obedecerle, a no responder a lo que ella nos dice que son el mundo y
la vida. La experiencia de vivir desacostumbrado, aunque sea ocasionalmente, es
una de las posibilidades que corresponde agradecer a buena parte de la mejor
poesía: la de Rae Armantrout es una de las que hoy mejor cumplen esa función,
y, en ese sentido, bien puede considerársela una poesía política.
No es que sea política
en el sentido más usual del término: no interviene en las disputas, legítimas o
ilegítimas, por el poder, por la capacidad de decidir, por las posibilidades
concretas de cambiar algo en la sociedad. Es política en el sentido de que hace
posible una cierta liberación de los poderes que nos afectan y nos modelan, al
menos durante la experiencia de lectura y mientras duran las reverberaciones de
la experiencia de lectura, que no siempre se disipan del todo. Hay una
liberación en el momento en que nos alejamos o nos desprendemos de la confianza
en los instrumentos por los cuales los poderes, instalados en nuestras
subjetividades, nos manejan: las visiones del mundo, los sentidos de las
palabras, la creencia en las relaciones establecidas, el reconocimiento en alguna
identidad, la costumbre. Contra la modelación de las subjetividades, la poesía
de Rae Armantrout no propone una nueva modelación o una modelación opuesta,
sino una capacidad de resistirse a toda modelación, de ir volviendo a descubrir
en cada momento las razones de estar en el mundo.
Daniel Freidemberg
EXTRAORDINARIO
ResponderEliminar...querría decir más cosas sobre este "prólogo"...siento que debería decir más cosas...pero mi incapacidad (llamémosla indulgentemente mi pereza) lo único que me permite es repetir (pobremente, fríamente) una y mil veces: E X T R A O R D I N A R I O...
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