Prólogo
Entre cientos o trescientas, el hiato
tembloroso de pronunciarse
“¿cuál momento es real? ¿no viven acaso todos los
momentos dentro de todos los momentos?”
“hache” y “b” son letras que usualmente se escriben de manera
incorrecta y provocan malos entendidos en castellano escrito.
La ortografía, pero también la semántica, son variables en la
pragmática del habla, y esto obedece a “equis” causa, es decir
“x h o x b” siempre, eventualmente ocurre.
¿Qué cosa? Bueno, muchas en verdad, y muy distintas…
la ambigüedad, la confusión, el malentendido, el lapsus, el
ocultamiento, la duda, la contradicción, la falla, la creación, la
suspensión… toda vacilación del sentido. Claro, en la vida que
llamamos “diaria” nos urge moderar la vacilación en pos de
cierta “cintura” política de la comunicación. Hacemos la vista
gorda sobre el absurdo de vacilar, aunque no siempre estamos
de acuerdo en lo gordo o lo flaco de esa visión, y el resultado es
el mismo que si nos hubiéramos detenido: vacilamos, o peor,
nos peleamos.
Es que esas impurezas del habla no son asignificantes. El
consenso nos obliga a pulir aristas, pero no siempre es posible
un consenso, o una paz. De hecho, ese camino a la lisura, es
un camino de eterno pulimento – no es posible la eterna vista
gorda – sobre increíbles y amansadores icebergs, que se alzan
en la superficie y van flotando en la vía rápida del lenguaje. Estos
bloques tardarán eras en derretirse y ofrecer como sacrificio su
núcleo, que no es otra cosa que violencia y trabajo humanos.
Un habla que intente dar cuenta de cada uno de estos núcleos
freezados de la lengua, no solo será un habla enloquecedora,
sino que encontrará en el hielo un centro ardiente. Así verá el
habla “en lo que se dora”, crepitante, poniéndonos a fuego
lento, a nosotros y a nuestras incrustaciones de lenguaje que
siempre es demasiado abstracto para el humano, demasiado
duro, demasiado insignificante.
Los protagonistas del libro son justamente letras – h y b- que
se desdoblan en la oralidad, dan cuenta de una distinción
esquizofrénica, esa operación esquizo que produce sentido
en todas direcciones, ya sin raíz. De una letra podemos partir
todas las diferencias en nuestra cultura (¿cromosoma xx o xy?).
De tal menudencia puede depender el destino del pensamiento,
y desde ya, la literatura (Nathaniel Hawthorne también escribió
una novela en torno al sentido de una letra).
A esta altura es claro que uno de los conflictos de este libro
es, no solo la dialéctica entre lengua y habla, o entre escritura
y oralidad, ni siquiera el lenguaje en sí, sino sobre todo ello: la
posibilidad de un código, cualquier código, en la babel rota,
pegoteada, que heredamos.
Es que código es no solo lenguaje y su operatoria
comunicacional. El código implica una ética, una posibilidad
del comportamiento. El código, hecho también de otro código,
debe definirse cada vez que se presenta. Esto es, debe
redefinirse para poder representarse. El resultado de esto
es volver todo código a su zona de indefinición, de temblor
constante, una zona en la que cada cosa debe ser redefinida
en el mismísimo temblor que invade, como un llanto. Así se
redefine el llanto también.
“hache lloró. mucho. llorar mucho también es
llorar sin lágrimas sin ruido y
sin palabras. y
mucho tiempo.”
La escritura es entonces un espacio, no de fijación, sino de
interpretación. A cada suceso, la escritura propone una
definición que intenta adecuarse a la situación, y no al revés,
una situación que se adecúe al lenguaje que la cubre. Quién
sabe si en otra ocasión, los sentidos se mantendrán iguales.
Si en la fábula (ese habla fabulosa) de cada interacción solo
podemos reaccionar temblando, en el espacio de la literatura
(ese habla escrita) se da lugar a la interpretación anotada.
En principio – pues veremos que hay algunos más – se plantean
dos planos gráficos que dividen el espacio de la hoja literaria
entre arriba y abajo, con las connotaciones que eso puede
acarrear.
En la superficie, aquello que pasa por arriba, transcurre una
historia, una fábula, cuya protagonista es hache. Por debajo,
se la interpreta, a través de notas al pie.
Entramos en una nueva coctelera de vacilación ¿Cómo se lee
este texto? ¿Acaso primero todo lo de arriba y luego con las
notas? ¿Es posible leerlo sin las notas? ¿Es el mismo texto?
Saber es otro de los temas de este libro. Si creíamos que
sabíamos cómo se lee un libro, la primera negación está al
comienzo. Saber no nos sirve de nada. Cada vez que vamos
a leer, debemos someter la vacilación a una interpretación
posible, y desde allí, avanzar.
Si el recuerdo va y viene como el olor a sopa, dice Rosenblum,
el pensamiento entonces es lo único que nos lleva y nos trae. Es
esa lógica- la del abrir y cerrar de ojos de las fábulas – la que nos
ayudará a conectar en este texto una cosa con la otra.
Es que antes dije que tenía al menos dos planos, pero eso es una
simplificación. Cada plano esconde distintas texturas – ¿prosa?
¿poesía? ¿erudición? ¿fábula? ¿glosa? ¿crónica? – y a su vez,
ese plano inferior de las notas a pie de página esconde además
nuevas notas, para nuevas interpretaciones, nuevas digresiones,
nuevos senderos para un laberinto – o sopa de letras.
El primer infierno bajo el infierno – es decir, la primera nota al pie
de las notas al pie- es el asterisco a la segunda nota, centrada
como muchas de las notas, en el tema de las expresiones o
frases hechas, y en la cuestión del nombre. Aparece en este
punto una digresión sobre el significado de la expresión NN (no
name) que resulta central para la interpretación de este libro y
aquello que late bajo sus letras. Allí bien dice Mónica:
“no nos engañemos: cada uno sabe muy bien quién
le falta y cómo se llama. así que bien que tienen
nombre. lo que no tiene nombre es otra cosa.
sí, es otra cosa lo que no tiene nombre.”
En aquello que no tiene nombre se puede leer el texto. Eso vacila,
es un abismo. Rosenblum utiliza, como ya lo hiciera Osvaldo
Lamborghini en El niño proletario, la violencia del espacio en
blanco. Allí donde debe nombrar un suceso aparecerá:
“hay situaciones que existen y son tan que no
se pueden nombrar”.
En este punto la pérdida y lo que no se puede nombrar, no
es solo un episodio subjetivo – ¿qué cosa es solo un episodio
subjetivo? – sino que compromete todo nuestro presente, y
nuestro pasado compartido. Rosenblum pregunta:
“¿cómo se nombra el segundo componente de lo
que deben sentir los familiares de los restos NN
que el Equipo Argentino de Antropólogía Forense
identifica? gratitud enorme, sí, pero mezclada con
¿qué?”
Creo firmemente que una de las funciones de la literatura es
producir sentido, pero no para su fijación, como pretenden
la historia y la política, sino sobre todo para poder exceder el sentido, dar nombre para poder negar el nombre y devolver
al humano una entidad más allá del lenguaje, más allá de la
abstracción. Este texto de Mónica Rosenblum - excesivo,
locuaz, ramificado, indirecto- logra sin embargo asir la
experiencia del temblor y evadir la cárcel de lo que nombramos.
Como espejando el cosmos, hay blancos que no se llenan
nunca, pérdidas que no cesan, por más que hablemos de ellas.
Y encuentros innegables, a pesar de no estar mediados por las
palabras.
“Siento que gané” es el verso de Juana Peralta Ramos que
da la otra parte del título a este libro: “el caso peralta”. Sentir
que ganamos no es necesariamente ganar y ganar no implica
tampoco sentir que ganamos. A esa imperfección apunta
Rosenblum: “¿ganó?” pregunta “¿cómo es que elegimos?”
dispara en otra ocasión, “¿nos va bien? ¿nos va mal?”, “¿cuál
momento es real?”, toda su textura repite “¿no?”
La pregunta, vital ya para pensar la obra entera de Mónica,
permite blanquear la vacilación. Si en la literatura podemos
pensar aquello que no necesariamente vamos a obrar, en
la suspensión del sentido que eleva la pregunta, podemos
descansar del peso de la definición.
El descanso es el final del derrotero de hache, dejamos al
personaje en su pleno descanso. La pregunta que responde
es “cómo es que yo llegué hasta acá” y ahí es donde la pérdida
y la ganancia permiten el descanso, hay una responsabilidad
indecible en hache- por algo es muda- que permite el final de
la historia.
Sin embargo, leemos ese final no al final, sino en medio del libro.
Hay aquí otro efecto de la suspensión: lo que se suspende es
también el tiempo: a medida que nuestra lectura se divide y
subdivide en texto principal, notas al pie y asteriscos a las notas
al pie, vamos ingresando en distintos niveles de la historia,
como si fuesen los niveles de un sueño y la linealidad se nos
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escapa. La escritura es un espacio pero es también un tiempo:
el que lleva acabar con las palabras, con su acto de magia,
cuando ya termina su función. Ese final es interno, y todo eso
que leemos es el gesto literario de Mónica Rosenblum.
Romina Freschi
2015
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