Romina Freschi sobre El caso peralta o por hache y por bé, de Mónica Rosenblum


Prólogo



Entre cientos o trescientas, el hiato 
tembloroso de pronunciarse 


“¿cuál momento es real? ¿no viven acaso todos los 
momentos dentro de todos los momentos?” 






“hache” y “b” son letras que usualmente se escriben de manera incorrecta y provocan malos entendidos en castellano escrito. La ortografía, pero también la semántica, son variables en la pragmática del habla, y esto obedece a “equis” causa, es decir “x h o x b” siempre, eventualmente ocurre. 
¿Qué cosa? Bueno, muchas en verdad, y muy distintas… la ambigüedad, la confusión, el malentendido, el lapsus, el ocultamiento, la duda, la contradicción, la falla, la creación, la suspensión… toda vacilación del sentido. Claro, en la vida que llamamos “diaria” nos urge moderar la vacilación en pos de cierta “cintura” política de la comunicación. Hacemos la vista gorda sobre el absurdo de vacilar, aunque no siempre estamos de acuerdo en lo gordo o lo flaco de esa visión, y el resultado es el mismo que si nos hubiéramos detenido: vacilamos, o peor, nos peleamos. 
Es que esas impurezas del habla no son asignificantes. El consenso nos obliga a pulir aristas, pero no siempre es posible un consenso, o una paz. De hecho, ese camino a la lisura, es un camino de eterno pulimento – no es posible la eterna vista gorda – sobre increíbles y amansadores icebergs, que se alzan en la superficie y van flotando en la vía rápida del lenguaje. Estos bloques tardarán eras en derretirse y ofrecer como sacrificio su núcleo, que no es otra cosa que violencia y trabajo humanos. 
Un habla que intente dar cuenta de cada uno de estos núcleos freezados de la lengua, no solo será un habla enloquecedora, sino que encontrará en el hielo un centro ardiente. Así verá el habla “en lo que se dora”, crepitante, poniéndonos a fuego lento, a nosotros y a nuestras incrustaciones de lenguaje que siempre es demasiado abstracto para el humano, demasiado duro, demasiado insignificante. 
Los protagonistas del libro son justamente letras – h y b- que se desdoblan en la oralidad, dan cuenta de una distinción esquizofrénica, esa operación esquizo que produce sentido en todas direcciones, ya sin raíz. De una letra podemos partir todas las diferencias en nuestra cultura (¿cromosoma xx o xy?). De tal menudencia puede depender el destino del pensamiento, y desde ya, la literatura (Nathaniel Hawthorne también escribió una novela en torno al sentido de una letra). 
A esta altura es claro que uno de los conflictos de este libro es, no solo la dialéctica entre lengua y habla, o entre escritura y oralidad, ni siquiera el lenguaje en sí, sino sobre todo ello: la posibilidad de un código, cualquier código, en la babel rota, pegoteada, que heredamos. 
Es que código es no solo lenguaje y su operatoria comunicacional. El código implica una ética, una posibilidad del comportamiento. El código, hecho también de otro código, debe definirse cada vez que se presenta. Esto es, debe redefinirse para poder representarse. El resultado de esto es volver todo código a su zona de indefinición, de temblor constante, una zona en la que cada cosa debe ser redefinida en el mismísimo temblor que invade, como un llanto. Así se redefine el llanto también. 

“hache lloró. mucho. llorar mucho también es 
llorar sin lágrimas sin ruido y 
sin palabras. y mucho tiempo.” 

La escritura es entonces un espacio, no de fijación, sino de interpretación. A cada suceso, la escritura propone una definición que intenta adecuarse a la situación, y no al revés, una situación que se adecúe al lenguaje que la cubre. Quién sabe si en otra ocasión, los sentidos se mantendrán iguales. Si en la fábula (ese habla fabulosa) de cada interacción solo podemos reaccionar temblando, en el espacio de la literatura (ese habla escrita) se da lugar a la interpretación anotada. 
En principio – pues veremos que hay algunos más – se plantean dos planos gráficos que dividen el espacio de la hoja literaria entre arriba y abajo, con las connotaciones que eso puede acarrear. 
En la superficie, aquello que pasa por arriba, transcurre una historia, una fábula, cuya protagonista es hache. Por debajo, se la interpreta, a través de notas al pie. 
Entramos en una nueva coctelera de vacilación ¿Cómo se lee este texto? ¿Acaso primero todo lo de arriba y luego con las notas? ¿Es posible leerlo sin las notas? ¿Es el mismo texto? 
Saber es otro de los temas de este libro. Si creíamos que sabíamos cómo se lee un libro, la primera negación está al comienzo. Saber no nos sirve de nada. Cada vez que vamos a leer, debemos someter la vacilación a una interpretación posible, y desde allí, avanzar. 
Si el recuerdo va y viene como el olor a sopa, dice Rosenblum, el pensamiento entonces es lo único que nos lleva y nos trae. Es esa lógica- la del abrir y cerrar de ojos de las fábulas – la que nos ayudará a conectar en este texto una cosa con la otra. 
Es que antes dije que tenía al menos dos planos, pero eso es una simplificación. Cada plano esconde distintas texturas – ¿prosa? ¿poesía? ¿erudición? ¿fábula? ¿glosa? ¿crónica? – y a su vez, ese plano inferior de las notas a pie de página esconde además nuevas notas, para nuevas interpretaciones, nuevas digresiones, nuevos senderos para un laberinto – o sopa de letras. 
El primer infierno bajo el infierno – es decir, la primera nota al pie de las notas al pie- es el asterisco a la segunda nota, centrada como muchas de las notas, en el tema de las expresiones o frases hechas, y en la cuestión del nombre. Aparece en este punto una digresión sobre el significado de la expresión NN (no name) que resulta central para la interpretación de este libro y aquello que late bajo sus letras. Allí bien dice Mónica: 

“no nos engañemos: cada uno sabe muy bien quién 
le falta y cómo se llama. así que bien que tienen 
nombre. lo que no tiene nombre es otra cosa. 
sí, es otra cosa lo que no tiene nombre.” 

En aquello que no tiene nombre se puede leer el texto. Eso vacila, es un abismo. Rosenblum utiliza, como ya lo hiciera Osvaldo Lamborghini en El niño proletario, la violencia del espacio en blanco. Allí donde debe nombrar un suceso aparecerá: 

“hay situaciones que existen y son tan                     que no 
se pueden nombrar”. 

En este punto la pérdida y lo que no se puede nombrar, no es solo un episodio subjetivo – ¿qué cosa es solo un episodio subjetivo? – sino que compromete todo nuestro presente, y nuestro pasado compartido. Rosenblum pregunta: 

“¿cómo se nombra el segundo componente de lo 
que deben sentir los familiares de los restos NN 
que el Equipo Argentino de Antropólogía Forense 
identifica? gratitud enorme, sí, pero mezclada con 
¿qué?” 

Creo firmemente que una de las funciones de la literatura es producir sentido, pero no para su fijación, como pretenden la historia y la política, sino sobre todo para poder exceder el sentido, dar nombre para poder negar el nombre y devolver al humano una entidad más allá del lenguaje, más allá de la abstracción. Este texto de Mónica Rosenblum - excesivo, locuaz, ramificado, indirecto- logra sin embargo asir la experiencia del temblor y evadir la cárcel de lo que nombramos. Como espejando el cosmos, hay blancos que no se llenan nunca, pérdidas que no cesan, por más que hablemos de ellas. Y encuentros innegables, a pesar de no estar mediados por las palabras.  
“Siento que gané” es el verso de Juana Peralta Ramos que da la otra parte del título a este libro: “el caso peralta”. Sentir que ganamos no es necesariamente ganar y ganar no implica tampoco sentir que ganamos. A esa imperfección apunta Rosenblum: “¿ganó?” pregunta “¿cómo es que elegimos?” dispara en otra ocasión, “¿nos va bien? ¿nos va mal?”, “¿cuál momento es real?”, toda su textura repite “¿no?” 
La pregunta, vital ya para pensar la obra entera de Mónica, permite blanquear la vacilación. Si en la literatura podemos pensar aquello que no necesariamente vamos a obrar, en la suspensión del sentido que eleva la pregunta, podemos descansar del peso de la definición. 
El descanso es el final del derrotero de hache, dejamos al personaje en su pleno descanso. La pregunta que responde es “cómo es que yo llegué hasta acá” y ahí es donde la pérdida y la ganancia permiten el descanso, hay una responsabilidad indecible en hache- por algo es muda- que permite el final de la historia. 
Sin embargo, leemos ese final no al final, sino en medio del libro. Hay aquí otro efecto de la suspensión: lo que se suspende es también el tiempo: a medida que nuestra lectura se divide y subdivide en texto principal, notas al pie y asteriscos a las notas al pie, vamos ingresando en distintos niveles de la historia, como si fuesen los niveles de un sueño y la linealidad se nos 10 escapa. La escritura es un espacio pero es también un tiempo: el que lleva acabar con las palabras, con su acto de magia, cuando ya termina su función. Ese final es interno, y todo eso que leemos es el gesto literario de Mónica Rosenblum. 



Romina Freschi 2015







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