Mauro Lo Coco sobre Qué lindo, de Roberta Iannamico


Prólogo 


Música que es luz




Este libro es una invitación a comer del mismo pan que el misterio. Cierto es que esta posibilidad existe desde que cobramos conciencia de que hay un mundo, aunque nuestro posterior devenir en la adultez suele ponerle un velo uniforme a ese regalo que se ofrece a nuestra percepción. La obra de Roberta  recupera lo que Maurice Merleau Ponty llamó habla hablante: dar sentido como un acto poético y fundacional, como un conjuro. Naturalmente, en esta experiencia anida toda palabra. Luego, el tiempo y el uso convierten este rito iniciático en mera habla hablada, un simple instrumento comunicativo, una mueca operativa que ya no puede convocar la vitalidad del signo originario. En esta dirección, la poética de Iannamico tiene el encanto de la palabra fundacional. 
“(…)
nació
como nace cualquier dios
lo pasábamos de mano en mano
para sentir su corazón
ay, su corazón
silencioso tambor. ”

“San Juan”, en Muchos Poemas, Voy a salir y si me hiere un rayo, 2012.


Los poemas que siguen transforman al lector en un iniciado, en un confidente secreto.  Como en un culto mistérico, el yo poético de estos poemas nos propone un conjunto de pruebas y ritos para incorporarnos en una comunidad que nos ampara y nos confiere recíprocamente identidad. Algo así como los pactos de la infancia, que se establecen desde una conmoción compartida, como una forma de retener esa comunión en el asombro.  Los poemas de Roberta señalan, nos incitan a que miremos ahí donde está aconteciendo algo que no se puede repetir, y cuyo único registro posible es nuestra emoción. Pero eso sólo puede realizarse con una voz tenue, casi como un susurro: está guarecida en algún lugar observando, hablando en voz muy baja para no interferir en el milagro que está aconteciendo. Es nuestra compañera para las aventuras más insólitas.
“mientras bajaba
cierto temor me acompañaba
crucé un campo
de plantas secas
caídas
sobre la tierra
caminaba esquivándolas
como a cadáveres
que eran,
sabía
que no tenía
nada que temer
pero estaba tensa
exageradamente alerta
y comprendí
que el camino estaba marcado
solo debía seguirlo”

Dantesco, Vox, 2006.

La vida se esconde en eso que no acabamos de comprender y habla una lengua secreta, misteriosa. En esa manifestación no hay interpelación ni voluntad comunicativa alguna, pero podemos oírla. Tampoco hay en ella, naturalmente, intención significativa. Es pura expresión, como la forma de la naturaleza. O una música que es luz: una cadencia que impregna las formas y los colores dejando un rastro indecible, que habita como un aliento divino.
Los poemas de Roberta pueden ser leídos como la exploración de una extraña hermandad, hablan del universo como una gran familia. En ocasiones, la exploración del los parentescos se dirige a la totalidad. Entonces la voz cobra conciencia de la disolución del uno en el todo, de ese ser yo que sólo en la posición que implica integrar una constelación con lo demás. Entonces escribir se convierte en cantar nuestra parte en el coro del cosmos. Melodía subyugante del éxtasis y de la desesperación: extrañarse de uno mismo en la experiencia estética.  Parirse desde la noche del mundo.
“Yo
concebida por la luz solar
-me distrae un chimango que pasa-
veo la forma
del árbol
contra los cielos
al costado de mi casa
no es
ni de noche ni de día”

en El collar de Fideos, Vox, 2001

Hay otro grupo de poemas que, en cambio, exploran las relaciones personales. Interrupciones de la vida ordinaria donde dos seres encuentran empatía, se convierten en confidentes pasajeros que eternizan el instante gracias al milagro de la comunicación. Ahí cuando el lenguaje palpita, tiembla ante la inminencia del acontecimiento. Ese temblor es, precisamente, el idioma de la intimidad.



“miro a mi perro
el Bandido
y no lo reconozco
es igualmente negro
pero otro animal
tengo que preguntarle
¿Sos el Bandido?
es el Bandido
pero transformado
completamente. ”

en El collar de Fideos, Vox, 2001

La obra de Roberta también tiene una dimensión perturbadora cuando se asoma al abismo del yo: son esos poemas en que se abordan esas sorpresas que guarda uno para sí mismo. Y es porque hay en cada ser también un universo: ese extraño que nos habita y adviene por obra del mundo. O que nos pone a nosotros mismos en ese orden. La ambivalencia de ser nuestro propio secreto. La renuncia ante un núcleo irreductible que no se somete a nuestra voluntad ni se ofrece a nuestra comprensión, sino que apenas se digna a dejarse ver, como un gato que pasea jactancioso delante de nuestra urgencia por amigarnos. Ese yo propio y desconocido puede alumbrar tesoros sin descubrir, como albergar también nuestra condición siniestra, nuestro propio hombre de la bolsa. Esta exploración del que podríamos ser, de ese otro que en nuestro yo se insinúa es también objeto de una conciencia emocional: diálogo entre extraños familiares.
“y no entiendo por qué
mi caballo se convierte
y ahora es un tren que cruza la montaña
y ahora es un rey que no pisa lo negro ni lo blanco
y ahora abre un paraguas delicado
y ahora soy yo misma
cargándome sobre el lomo,
cansadísimo. ”

“La frontera” en Tendal, Ediciones del Diego, 2000
Del espanto a la risa hay un tramo corto, por eso también Roberta también mostrarnos que también se puede ser demiurgo de un pequeño mundo, ese que es una parodia del real: el que cualquier chico puede construirse antes de que el sentido de las cosas haya sido definitivamente impuesto. Hacer de cuenta que el día celebra nuestro ánimo, coronarse como Reina, casarse con un chancho peludo, armar una corte con los animales más aristocráticos del lugar. Jugar también es una forma de ahuyentar el miedo, de dejarse arrastrar por el delirio de la naturaleza, que ciertamente exagera en eso de no tener sentido. Entonces el poema arranca esa risa angustiosa de quien hasta el extremo inquietante del juego, hacia el vacío sobre el que se fundaron caprichosamente las reglas.
En relación con el todo, con la parte o con sí misma, como un pequeño dios o la más modesta de las devotas, quien habla a través de estos poemas se entrega a la tarea de correr apenas algunos tenues velos del mundo, o de tejer otros cuando éste luce su desnudez más cruda. Y al lector le queda la sensación de que para eso aprendimos a cantar.




Mauro Lo Coco






1 comentario: