¿Elegía?
Sobre esta historia es la mía, de Emmanuel Hocquard,
Trad. de Patricio Grinberg, Zindo y Gafuri, 2015.
¿Qué puede significar todavía la
palabra “elegía”? Es un género, un modo de exposición lírico. Antiguamente, se
trataba de un poema de cierta extensión en un metro determinado: el dístico
elegíaco. Por esa relativa extensión, contenía algún relato, un pequeño mito,
el origen de alguna costumbre. Luego, particularmente en la renovación poética
romana, que seguía innovaciones helenísticas, el tema fue predominantemente
erótico, anécdotas con la amada, protestas por su inconstancia, reclamos para
que vuelva. De este abanico erótico surgió la elegía en su sentido romántico, o
sea moderno, que brutalmente puede definirse así: poema por la pérdida del
objeto amado. Y hasta en algún momento la elegía se restringió al ámbito del
luto –si bien remotamente no habrá dejado de incidir en ello el hecho de que
los epitafios antiguos en tumbas también estaban en dísticos elegíacos. Claro
que en el romanticismo ya no tenía su peculiaridad métrica y podía adquirir
cualquier forma. El tema, como todo tema, se volvió un estereotipo. El poeta
elegíaco se volvió demodé. A la vez en lucha con el olvido de la elegía y a
distancia de su retorno, Hocquard plantea una teoría que haría posible su
libro, hecho de definiciones poéticas, de listas, de comparaciones, de pequeños
tratados en prosa sobre las condiciones de posibilidad de un sentimiento. Me
refiero a la teoría del “poeta elegíaco inverso”.
Allí donde el elegíaco clásico modula
su lamento interminable, puesto que se dio vuelta y la amada ya no estaba, el
elegíaco inverso no tiene nada que lamentar, lo que perdió se perdió con la
palabra. De alguna manera, la historia de un yo sigue siendo la posibilidad de
la elegía que finge ser cualquier poema autobiográfico, pero el libro de
Hocquard reitera, recapitula, recomienza en su fragmentación de diccionario lo
imposible de decir, la distancia que habría entre el ser viviente, personaje de
la anécdota, y el pronombre del poema. Como si dijera: “esta historia que te
cuento es mía”, pero en la cara del relato elegíaco, así como en su reverso más
seco, se analizaran lugares comunes, puesto que la infancia, lo olvidado, lo
perdido quizás sean el mismo objeto para todos. Los que hablan, los que se
quejan, los que recuerdan, más aún los que escriben, apuntarían hacia el mismo
punto de lo que no se puede decir, y se convierten en mera indicación.
Esta historia es la mía, entonces, ¿la de quién? ¿La de un
autor llamado Hocquard? ¿Se inclina acaso más del lado autobiográfico o del
lado del diccionario? Y en principio, es la historia de la elegía en cuanto
hilo lírico occidental, su olvido y su retorno, que permite reflexionar,
contemplar algo que no se debe más que a las palabras. Así, “el mayor
consumidor de soledad”, según Hocquard, el elegíaco, tanto clásico como
inverso, se entrega a su pequeño vicio de escribir, describir o citar. Se hacen
listas, cada cosa, cada verbo en la lista no dice la ausencia de la fugitiva ni
anuncia sus movimientos lejos de la mirada. Entre un fragmento y otro, en el
espacio que separa una entrada de la siguiente (digamos “Soledad” de
“Tautología”), se vislumbra el silencio como un relieve blanco cuando cesan las
letras negras, y en ese límite, cartel de peligro tachado, se dice, se escribe:
todo lo que no se puede decir es sin embargo lo que más importa decir,
literalmente. El diccionario trata al elegíaco, al yo elidido por la forma
prosaica, como un objeto más que debe definir, pero al que todas las
definiciones rodean sin atribuirle más que una clase, no una singularidad. El
elegíaco no tiene nombre, lee, transcribe, se aleja de la expresión
sentimental, su dolor se esboza como un viento helado que se alzara de géneros
de ritmo frío: lista, glosa, cuadro comparativo. Pero lo definido es un grito,
o algo tan inarticulado que casi no se distingue del silencio, tampoco tiene
imagen, es lo perdido para siempre entre un fragmento llamado “Identidad” y
otro llamado “Infancia”.
Silvio Mattoni 2015
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