El pensamiento otra vez en camisa
Un mirador desde el cual desarrollar una
capacidad de visión abierta al detalle, al accidente ínfimo que a su vez es el
gen de la catástrofe. La cual es, evidentemente, la propia mirada. La que
circunscribe sin abarcar pretendiéndolo. Contra esa restricción de la mirada
escribe Nicolás: en ejercicio de un
presente/ con lo que no hay. Al regalo del instante le adjudica además la
doble presencia de lo ausente, lo obliterado, ninguneado por la mirada que
consuma el promedio comportamental. Incluso a nivel del lenguaje, claro, por lo
que se aprontan las elongaciones semánticas de contrarrigor: El monte como irritabilidad numérica, tallo
de sí./ La creación espontánea de ministerios vaivén:/ un junco, el cuerno de
un escarabajo torito/ pendulan entre
el ver y la fuente moral de emanación… Y por eso un mundo/ casi anterior,/ tonal. El tono o más bien la entonación y
aun mejor la capacidad siempre potenciadora de entonar. Ofrecer las tajadas de
lenguaje a una sinrazón que no ya oprima, no constituya más el apriete del pomo
significante en pro de una corteza pulida, o sabia, o quién sabría.
Pero ese mirador mantiene un anacronismo fiel
o una ucronía medular, gen de su influjo transmutador en ironías delicadas, de
una suavidad ambigua. En el meollo del palacio barroco es que se ofrece la
resonancia de fiestas y celebraciones no menos palaciegas, vestigios de un
imperio de lujos que el lenguaje actualiza en su fulgor reminiscente de un
fuego anterior. Así el envión metafórico de la pasión, que adelgaza por las
pátinas del libro una sensación de limpieza, no necesariamente pulcritud, en que la flora/ espesa el caldo genético y
allí,/ su terror. Porque no es asunto de mención, la violencia estructural
que finge la cohesión sintáxica de nuestros lenguajes de adulteración de las
verdades ínfimas, indecibles o no meramente decidibles. El método de rigor
fluido que aplica Nicolás a su escrivivencia es desde ya la propia/ tala, la boscosa continuidad que nos insiste/ en diurno
forestar/ los personales temas/ el merendado tazón/ de mácula nocturna,/ lo
búho en mí. ¿O sea un devenir-búho: la sapiencia claroscura? Esto elige el
que prosigue en ardid/ de a corpúsculo/
sobre corpúsculo…
La demora en la boca de ciertas palabras
imantadas a su asociatividad inmemorial, dan el toque diptongo (canoa) que ya insinúa allende un
castellano. Al menos uno útil, de utilidad descriptiva. Muy en otra cosa,
Nicolás azuza: Causa el rebrote guadal de
la tacuara; hacia la rampa botánica
el lazo en vertiente; cada alvéolo en
su elixir; incluso ese batifondo (…)
entre topos, batracios, la romería de un tábano y lo otro… el buche verde en la salud bucal de la madera,
lo que se arrancó de cuajo. Son imágenes que no admiten traducción a esta
lengua de las falsas explicativas, de las súplicas por algún contacto
develador, ya que la inteligencia aquí se nutre de su pensarse la vívida, la
entrevisión que dispone a las palabras en un fraseo de una discreción tonal
llevada al límite de su destreza, deshecho el recurso verbal en aras de un
timoneo distinto, ante los tifones
obligados: y no hay hambre si no hay/
a quién acudir/ no hay cansancio sin la posibilidad del recueste.
El libro va mutando sus animalidades porque
desimagina los alcances del cuerpo, hasta el blando signo de pregunta endurecido exoesqueleto. Y esto en el
sentido dinámico de un vero dilema de
vivo. Lo soterrado aparente invoca otros modos de la evidencia, zigzag del alzar/ de la mirada. Y detrás
del “cebo” de lo real, del vaho de las apariencias, después del paso del
“sirviente”: solos/ en los pasillos
nacarados, con la excusa de un marco/ regulatorio que nos garantice descanso/
nocturno y finalmente/ reparatorio, rendirse a la mirada inquilina de un
despertar/ previo a todo… De lo que no repara la mirada es de su efecto
inquilino, la trampa en espejo de su afán digamos civilizatorio, captura
incluso en la reflexión sobre la comuna, llevada al tópico compartido del
hormigueo. La inquietud ante la
programación silenciosa, por ejemplo. Ya
que acá no hay eco; el pensamiento/ rebotará en un coleóptero y se me quedará/
en camisa, otra vez… ¿De once varas?
Aparecen las entidades sonoras de roncha,
mamporro, cachorro, zapatillazo, mameluco, buche, tazón, junto a suculentos
cebos, cóndilo, hematíes, la glándula del toro, el río atrópodo o coreutas
luciérnagas, animales cariátides, llegando a egipcias de lechuga o a la playa
como un souvenir neolítico. El mestizaje es claro y no reviste comentarios: es
ello mismo el comentario imaginal que si por un lado simplifica las cosas, las
pone en una hilera no menos hormigueante de asociación, por otro ésta
constituye una línea de fuga en términos de una cierta condición ilícita, en
cuanto boicotea la firmeza de un recorte semántico, para evadir precisamente
las coagulaciones de la descripción. Pues hay un relámpago arcaico, la
intuición de un alto nivel de certeza en que se juega el trans-asunto: como gendarmes previenen/ que, si hubo
cultura,/ fue hace bastante. La resonancia del vestigio es sin embargo
pura, de una pureza dura, quiero decir de una elegancia insumisa, que resiste a
su manera en las labores de invención de un
desayuno centrípeto y soluble.
Se trata asimismo de librar al rehén de las cosas, los chicos, el niño;
de celebrar el venado, pero también la culebra. Y las gradientes insectiles. El
pensar alega: antiguo cortejo entre lo
dado y lo hecho. Explicitación que cuanto menos sujeta más implica. El tono
sencillo no quiere engañarnos: efectos residuales de olvidados ritos superviven
en su emergencia de filones por lo que rasca la superficie de nuestra inercia
la imago llevada a un pálpito, al ras de un escurrirse de las manos (de la
mirada que manipula sólo hasta ahí, para volver a soltar a la intuición en
pleno vértigo de alianzas asociativas, de sugerencias no rimadas por la fuerza
sino por una rara sonrisa que se interna): La
astenia/ como programa que aprende a negociar con la continuidad. Si la
astenia cura de los arrebatos del énfasis, los aparentes vestigios muestran su
vitalidad de rescoldos, estribaciones de la pasión que continúa miniada. No
lejos queda la pregunta por la comunidad al interior de cualquier comuna. El
solitario solidario, sí, pero también el evadido de la predeterminación de los
signos acaparables: Una comunidad creará
rituales. En ellos,/ El fuego es muy importante/ La llama les abrirá matices en
la noche/ Destilarán alcohol de donde sea (…).
¿Desde dónde contemplar la urgencia múltiple
de los segundos auxilios? ¿Se produce un destilado poético al urgir a ese punto
de mira, hecho de la convergencia y acaso recíproca tachadura, o borradura, de
diversas líneas de fuga? Nicolás avanza tranqui: sin moraleja la vena, remuerde, sin resentir el impacto levísimo
de su descargo en plena orgía escolástica.
A su maniera Nicolas recupera del
acento lírico en una instancia de retorno, o sea de escucha, que no incomoda al
yo ni lo entroniza, enfocándolo más bien como una estación de ensamble. Entidad
tácita que transmuta lo sufrido y lo gozado en un relámpago de liberación de
los estancos. Su voluntad metonímica, además, refuerza una confianza anterior,
no a la metáfora por recurso de la descripción poetizante, embellecedora o
ingeniosa, sino al desplazamiento metafórico. Ir por la vida en ese zigzagueo
habrá de implicar una profesión de fe en los alcances de una furtiva sutileza.
Reynaldo Jiménez
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